6 jun 2012

Final.

He apurado todos los cigarrillos que he podido apurar.
La vida es un cigarrillo, y yo soy un rock n´roll suicide.


15 may 2012

Es gato, y araña.




Qué de problemas parece tener la gente. A través de la pared me llegan gritos sobre la colocación de nuevos muebles en una habitación y los mil quinientos problemas que supone una mesilla mal colocada. Llevan así más de tres horas, es más, he amanecido escuchando no se qué sobre una pared de metro ochenta y una vitrina de dos metros. Que si el armario debería haber sido más grande, que si la televisión se pone ahí no se puede ver desde la cama mientras te tumbas, que si el radiador está justo donde no debería estar.

Qué de problemas tiene el mundo, sus vidas van atadas a ellos y no saben cortar las enredaderas. Claro que, cómo van a saber hacerlo, si no tienen machetes. Pues con la imaginación.

Y yo que solo necesito una mesa y una cama, y si fuera por mi quemaba la mesilla la estantería y el armario que  me rodean en mis dos metros cuadrados de habitación. Sólo una mesa y una cama. Los libros pueden estar en columnas sobre el suelo, los discos de igual manera. Y la pared llena de recuerdos sería un precioso mosaico para contemplar.


7 may 2012

Domino el arte del dominó.




Tenía tres puertas ante mí.
Conducían a tres habitaciones distintas.

En la primera entré hace tiempo, me quedé en ella, me empapé con el color de sus paredes.
Y con el olor de sus sábanas también.
Aprendí a vivir ahí dentro. Me acomodé.
Me dediqué a la buena vida. Quizá bebí alguna copa de más.
Pero no me arrepiento de haber entrado para quedarme un tiempo, quizá para siempre.
Quizá para nunca volver.

La segunda puerta estaba cerrada aún. Pero el pestillo no estaba echado.
Podía entrar cuando quisiera.
Entro cuando quiero.
Entraré cuando quiera.
Quizá me empape con la luz que por la ventana entra.
Quizá el olor a vainilla cale hasta mis vísceras, hasta mi verdadero ser.
No me arrepiento de cuando entré, no me arrepiento cuando entro.
No me arrepentiré cuando habré entrado.

La tercera puerta aguarda bien cerrada.
Sólo tengo que llamar con los nudillos para penetrar en la nueva habitación.
Pero no quiero entrar, aunque haya estanterías llenas de libros esperándome.
Y un gran cuadro de Marsella colgado en la pared.
Me invitan a entrar sigilosamente.
Estoy seguro de que no la invadiré.
Pero el futuro es incierto, y nunca se me dio bien escribirlo adecuadamente.

Y existe una cuarta puerta, bien escondida en la pared.
Camuflada, camaleónica, invisible ante mis ojos.
Pero mi alma sabe que allí está.
Y allí encontraré mi muerte engalanada con una moqueta roja como la sangre.
Y una lámpara de lava bailando a medianoche.

Las puertas se abren y se cierran, y si nunca hemos comprobado si son de roble,
De fresno, de emergencia, de una trampa mortal,
No podemos cometer errores a conciencia.
Pero nunca se me dio bien escribir mi futuro.
Y menos aún hacerlo correctamente.
Y lo escribiré como bien pueda.
O como bien quiera.

Las puertas, al igual que el amor, son pura poesía.
Poesía impregnada de ignorancia, de incandescencia pulmonar.
Ataviada con una túnica azul como el cielo.
Y dentro de las habitaciones no hay nubes.
Sólo humo.
Y el humo se desvanece rápido como prende la pólvora.

Aquel fue mi sueño.
Aquel fue mi sueño.
Y aquella fue mi vida, narrada en un minuto y cuatro imágenes.

No lo necesito.



Siento que está cerca, está tan cerca que solamente la idea de conocer su proximidad me estremece, y la sensación me embriaga y me corroe, me asusta y provoca en mí un desangelado estado de desesperación repentina y no acierto a discernir entre calma y pena, gloria y hundimiento. Los portales me observan atravesar a toda velocidad la calle evitando el frío viento que todas las mañanas pasa rozando las paredes como si fuera un zumbido onírico. Trato de sacar la mano izquierda del bolsillo de mi abrigo color marrón viejo pero la orden de mi cerebro se congela de camino al brazo y la pereza de éste provoca que segundos más tarde me sorprenda a mí mismo sin haber consultado todavía la hora en mi reloj de pulsera que me regaló mi padre hace más de veinte años y que a pesar de su valor me he mostrado reticente a venderlo, a sabiendas de que en muchas ocasiones he estado a punto de morir abandonado por mi propia alma a merced de la vida callejera con aquel reloj como único tesoro. 


Y las nubes comienzan a tornarse blancas abandonando lo naranja y rozo que parece ser el amanecer en esta ciudad tan sucia y pobre como rica y cosmopolita que es Nueva York. Un vendedor ambulante de baratijas y películas pirata se aposta en su esquina de siempre colocando cajas de cartón estratégicamente para que todos los artículos le quepan de manera justa formando un mostrador improvisado. En la calle de enfrente desde el balcón de un primer piso se asoma en calzoncillos y camiseta interior de rayas un hombre de mediana edad taza en mano y cigarrillo en boca, de aspecto destartalado y barbas de varios días, que en pocos segundos sucumbe a la gélida temperatura del amanecer invernal que deslumbra con poca luz las placas de hielo y escarcha formadas en la acera y en los coches, como una fina capa translúcida de muerte lenta, de sueño eterno. Me inundan pensamientos tan fríos como el clima que me acompaña en horas tan tempranas al ritmo de mis pasos resonando en el suelo como un metrónomo desigual que augura malos presagios y no es más que un burdo cómplice de un futuro tan esclarecedor como inútil. Reúno las fuerzas suficientes como para sacar la mano del bolsillo y exponerla junto con mi muñeca al viento para descubrir que, en efectivo, son las siete y veinte, llego media hora tarde al turno matinal del Lewis’, que es la frutería donde últimamente he estado trabajando para sacarme un dinerillo que quién sabe cuándo lo cobraré ni cuándo podré gastarlo. 


Me freno en un semáforo en rojo a pesar de que no viene ningún coche a lo lejos en ninguna de las dos direcciones. Las fuerzas que me quedan las divido, reservando una cantidad mayor para continuar el paseo hasta el centro de la ciudad, y al resto le sumo ganas y filosofía para implicar mi mente en un debate interno sobre cuánto tiempo podré aguantar, cuánto tiempo podré resistir a un invierno cada vez más mortal, a una ciudad cada vez más venenosa y a mi propia mente, mi mayor enemiga.