7 may 2012

No lo necesito.



Siento que está cerca, está tan cerca que solamente la idea de conocer su proximidad me estremece, y la sensación me embriaga y me corroe, me asusta y provoca en mí un desangelado estado de desesperación repentina y no acierto a discernir entre calma y pena, gloria y hundimiento. Los portales me observan atravesar a toda velocidad la calle evitando el frío viento que todas las mañanas pasa rozando las paredes como si fuera un zumbido onírico. Trato de sacar la mano izquierda del bolsillo de mi abrigo color marrón viejo pero la orden de mi cerebro se congela de camino al brazo y la pereza de éste provoca que segundos más tarde me sorprenda a mí mismo sin haber consultado todavía la hora en mi reloj de pulsera que me regaló mi padre hace más de veinte años y que a pesar de su valor me he mostrado reticente a venderlo, a sabiendas de que en muchas ocasiones he estado a punto de morir abandonado por mi propia alma a merced de la vida callejera con aquel reloj como único tesoro. 


Y las nubes comienzan a tornarse blancas abandonando lo naranja y rozo que parece ser el amanecer en esta ciudad tan sucia y pobre como rica y cosmopolita que es Nueva York. Un vendedor ambulante de baratijas y películas pirata se aposta en su esquina de siempre colocando cajas de cartón estratégicamente para que todos los artículos le quepan de manera justa formando un mostrador improvisado. En la calle de enfrente desde el balcón de un primer piso se asoma en calzoncillos y camiseta interior de rayas un hombre de mediana edad taza en mano y cigarrillo en boca, de aspecto destartalado y barbas de varios días, que en pocos segundos sucumbe a la gélida temperatura del amanecer invernal que deslumbra con poca luz las placas de hielo y escarcha formadas en la acera y en los coches, como una fina capa translúcida de muerte lenta, de sueño eterno. Me inundan pensamientos tan fríos como el clima que me acompaña en horas tan tempranas al ritmo de mis pasos resonando en el suelo como un metrónomo desigual que augura malos presagios y no es más que un burdo cómplice de un futuro tan esclarecedor como inútil. Reúno las fuerzas suficientes como para sacar la mano del bolsillo y exponerla junto con mi muñeca al viento para descubrir que, en efectivo, son las siete y veinte, llego media hora tarde al turno matinal del Lewis’, que es la frutería donde últimamente he estado trabajando para sacarme un dinerillo que quién sabe cuándo lo cobraré ni cuándo podré gastarlo. 


Me freno en un semáforo en rojo a pesar de que no viene ningún coche a lo lejos en ninguna de las dos direcciones. Las fuerzas que me quedan las divido, reservando una cantidad mayor para continuar el paseo hasta el centro de la ciudad, y al resto le sumo ganas y filosofía para implicar mi mente en un debate interno sobre cuánto tiempo podré aguantar, cuánto tiempo podré resistir a un invierno cada vez más mortal, a una ciudad cada vez más venenosa y a mi propia mente, mi mayor enemiga.