Bueno, ¿Por dónde íbamos? Ah sí, por cuando Chuck y su perro me hicieron la visita inesperada, o no tanto, porque casi todas las madrugadas daban un pequeño paseo para refrescarse. Pero lo cierto es que Chuck adoraba la tranquilidad, y normalmente en nuestra calle suele reinar sobre las dos y media de la madrugada. Al lado de mi se encontraba una pequeña silla de jardín que le sirvió como asiento a mi vecino.
-Una noche fresquita - me dijo, con ese toque de humor sarcástico que tenía.
Yo no hice otra cosa que asentir levemente, mientras Cocker me lamía la mano como un descosido.
-¡Baja de ahí, joder!
Cocker acató en silencio la orden de su amo y se saltó de mi regazo, alejándose unos cuantos metros para tumbarse y mirarnos.
-¿Qué tal lo llevas? - me preguntó.
Y esa era la clase de pregunta que no quería oír, pero por ser Chuck, no me importaba que la hiciera, porque sabía que el no lo hacía por compasión o por aparentar. Me preguntaba de verdad.
-Ahí lo llevo...
Una pequeña brisa y un lejano ruido de motor nos indicaba que un vehículo se acercaba. Era una moto, paso de largo a gran velocidad, montando un gran estruendo. Yo no sabía cual era el piloto, pues iba vestido de pies a cabeza con un negro azabache que casi lo convertía en invisible a estas horas de la noche.
Pero Chuck sí sabía de quién se trataba.
-Maldito Figgins, siempre hace lo mismo. Empiezo a sospechar que lo hace por molestar.
Figgins era el hijo de la señora Rovendahl, que vivía al girar la esquina. Es cierto que a menudo pasaba por allí y yo lo veía, peor nunca lo había visto pasar en moto a esa velocidad. quizá porque no acostumbraba a salir al jardín a las tres de la madrugada a mirar la luna. Quizá porque antes no me costaba dormir de un tirón. Pero ahora me cuesta, y mucho. Me cuesta coger el sueño, meterme en la cama haciendo acopio de mis fuerzas y mi voluntad, me costaba conciliar el sueño, dar vueltas en la cama. Y si no me desvelaba en algún momento una vez dormitaba, era un verdadero milagro.
Pero bueno, ahí me hallaba, y acompañado, que ahora rara vez lo estaba. Y lo agradecía, pero en su justa medida.
No me gusta que se apiaden de mi, y aunque Chuck se interesaba por mi estado de ánimo, físico y mental, el estar el uno al lado del otro en silencio resultaba demasiado incómodo hasta para Cocker, que nos miraba con tristeza, y no porque no pudiera subirse en mi regazo, si no porque era consciente de la tensión que se palpaba, y que tanto Chuck como hasta llegábamos a forzar el hablarnos para no tener que estar en silencio total todo el rato.
La verdad es que desde que me leí La llamada de lo salvaje de Jack London valoro más a los perros.
Y de nuevo el silencio se hizo un hueco en la visita y estuvo con nosotros durante más de diez minutos.
Hasta que decidí echarlo de allí, comenzando a hablar de béisbol, eso nunca fallaba con Chuck.
Y no falló.
Fue la medicina perfecta, no recuerdo una charla más animada que haya tenido a las tres de la madrugada.
También es cierto que han sido pocas las que han tenido esta característica.