30 nov 2010

De cómo son ya muchos, muchos.

Porque ya son muchos años, muchos, aunque se hayan hecho cortos.
Muchos pedos.
Muchos desayunos con cajas de plásticos.
Muchos vídeos, muchos.
Mucho Movie Maker.
Mucha grabadora de sonido.
Mucho vicio a todo.
Mucho Battlefront.
Mucho Singstar, aunque hace ya bastante.
Mucho Sims.
Muchos baños en la piscina.
Muchas duchas, también.
Mucho chino de Callao.
Qué coño, muchísimo Callao.
Y sus taquillas.
Mucho vitaminas en su momento.
Mucho Colón.
Mucho Ópera.
Mucho Guitar Hero, hasta que se rompió.
Muchas pelis.
Mucho Kinépolis.
Mucho centro.
Mucho más centro.
Mucho odio a la línea seis.
Mucha línea cinco.
Mucho Zoo de Madrid, eh.
Mucho Rock.
Mucha música.
Muchas faltas de ortografía recriminadas.
Mucho/a Fnac.
Muchas cenas.
Muchas tonterías.
Pero son necesarias, muy necesarias.
Muchas llamadas.
Muchos retrasos, nunca por mi parte.
Mucho frikismo.
Mucho Love of Lesbian, desde hace un mes, pero mucho.
Mucho photoshop.
Muchas risas con el photoshop.
Mucho encerramiento en los cuartos.
Mucha azotea de Adri.
Mucho baguidibaguidideu (que lo hubo).
Mucho YouTube.
Mucho llegar tarde a casa.
Mucho hablar sobre si ha habido bronca por haber llegado tarde a casa.
Mucho odiar paradas de metro.
Mucho odiar famosos.
Mucho Jamie T.
Mucho Chiddy Bang.
No tanto skate, fuck.
Mucho llevar mochila por ahí.
Mucho "me tengo que ir a guitarra".
Mucha lluvia.
Mucho calor.
Mucho Spotify.
Mucho posca.
Muchas quemaduras en Tetuán.
Mucho odio a Tetuán.
Muchas ganas de ir a Congosto sólo para ver qué hay.
Muchas risas con el plano del metro.
Mucho intentar explotar las burbujas de los carteles que hay en los vagones del metro.
Mucha línea diez, hasta que fue reemplazada por la cinco.
Muchísimo Callao, ahora que lo pienso bien.
Muchos helados.
Muchas bebidas.
Muchos líos.
Muchos clásicos.
Mucha ropa del pull.
Mucho The Fool On The Hill.
Mucho "Voy a romper las ventanas".
Mucho bajar Preciados.
Y mucho subirla.
Mucho odio al paseo de Callao a Plaza Mayor.
Mucho chat del tuenti.
Muchas fotos chorras.
Y muchas que no lo son.
Mucho miedo con el negro de cabeza enana.
Muchas frases sin sentido.
Y muchas con mucho.
Muchas cagadas.
Muchas risas.
Mucho de todo.
Muchísimo.
Mucho, aunque no lo parezca.



28 nov 2010

De cómo unir las pecas de tu brazo para crear constelaciones.

-Buenas tardes - saludé.
Fui recompensado con una mirada de pocos amigos y un "buenas tardes" bastante forzado. 
El señor volvió a mirar por la ventana, como si nada más existiera para él. Una lucecita y un sonido nos indicaron que el autobús estaba listo para ponerse en camino, harían un alto en un pequeño pueblo de la frontera, antes de continuar hasta Montreal. Aún no había avisado a mi sobrino de que iba a ir allí. Pero creo que no hacía falta.
Justo antes de que el autobús comenzara a moverse, el abuelo que estaba dormido se despertó con un sonido que en ese momento me pareció un rugido. Resulta que estaba tosiendo. Hasta el señor que estaba mirando por la ventana pegó un salto del susto. Tras frotarse los ojos, el abuelo preguntó:
-¿Hemos llegado ya?
El otro señor puso cara de contrariedad y volvió a mirar por la ventana.
-No, aún no hemos salido - le dije yo con una sonrisa.
No había sido capaz de no contestar a aquel abuelo del modo en que lo había hecho el otro señor, que me pareció de lo más grosero.
-Mierda de sistema - dijo el abuelo antes de caer en el asiento bruscamente.
Me acerqué en seguida y comencé a preocuparme por su estado, llamándolo varias veces.
-No te molestes - dijo una voz a mi espaldas.
Era el otro señor, que se había quitado los cascos y se había acercado a mí para observar al abuelo.
-Debe de haberle hecho efecto la pastilla, por fin - me dijo.
-¿Os conocéis? - le pregunté abiertamente.
-Por supuesto - me dijo - es mi padre.
Asimilé lo más rápido posible la nueva información, antes de que una de las azafatas llegara y nos pidiera amablemente que ocupáramos nuestro asiento ya que en seguida saldríamos a la autopista. Con la ayuda (prácticamente innecesaria) de la azafata, el señor y yo ocupamos nuestros asientos. La azafata se marchó y reinó el silencio, bastante incómodo por cierto. Tras unos minutos, el señor rompió el silencio:
-¿Qué se le ha perdido en Montreal? - me preguntó.
-Mi sobrino - le contesté sonriente. 
Pero al ver su cara seria decidí cambiar la respuesta:
-En realidad nada, necesitaba un descanso, viajar un poco.
-¿Y su sobrino? - me dijo - ¿Qué pasa con él?
-Se fue a Montreal en tren ayer, y he decidido seguirle.
-¿Y eso?
-No lo sé.
El señor asintió sin más y se puso un gorro que había sostenido en la mano durante todo el rato. 
-Siempre se me quedan frías la orejas. - me dijo.
Sonreí.
-Mi nombre es Richard - me dijo - y ese es mi padre Lonnie.
-Yo soy Eliott - respondí - con dos "tés" y una "ele".
-Vaya, siempre había pensado que era Elliott.
-En realidad lo es, pero en el registro civil se equivocaron y me pusieron una sola "ele".
De nuevo reinó el silencio durante unos pocos segundos.
-¿Y as usted? - le pregunté.
-¿Perdón?
-¿Qué se la ha perdido en Montreal? - aclaré.
-Una hija a la que no veo desde hace cuatro años.
-Ah... - dije, y me sentí algo estúpido.
-Ahora, si me disculpa - comenzó el señor, Richard - creo que voy a dormir un rato, necesito descansar.
Asentí y el hombre se bajó el gorro hasta la altura de los ojos, cruzó los brazos, y se apoyó en la ventana. A los dos minutos ya ni se movía.
Y allí me quedé yo, prácticamente solo, en busca de un tiempo de reflexión hacia una ciudad de otro país en el que nunca había estado, en silla de ruedas, con dos señores casi desconocidos dormitando a mi alrededor. En ese momento, eché de menos a Chris.

27 nov 2010

De cómo ser científico sin haber estudiado ciencias.

No entendía aquello, para nada. Mi sobrino, expectante, aguardaba mi opinión sobre su dibujo. Pero es que no sabía qué decir. Era una especie de pájaro con unas cadenas atadas a las patas con una gran bola que le impedía remontar el vuelo. Su caída en picado venía indicada con una líneas de velocidad que transmitían la limpieza de los trazos. Pero no lo entendía.
-Está bastante bien - dije finalmente.
Él sólo sonrió, cogiendo el dibujo y mostrándomelo.
-No sabes lo que significa, ¿verdad? - me dijo.
Simplemente negué con la cabeza, guardó el dibujo en su mochila y se marchó con un alegre adiós. No se quedó a dormir y eso me sorprendió, pero no más que su misteriosa despedida. Definitivamente no entendía nada. Pero no tardó en llegarme un mensaje suyo, en el que me decía que se iba a Montreal a media tarde, que ya me explicaría lo que significada el dibujo, y que volvería para navidad, dentro de dos meses. 
Y seguía sin entender nada. Y como no entendía nada y era la hora de cenar, me puse a la tarea.
No me apetecía nada fuerte, de modo que la primera idea que pasó por mi cabeza fue la de una ensalada de atún. Pero al abrir la nevera me encontré ante un dilema: ni rastro de lechuga y atún. Refunfuñando entre dientes, abandoné el proyecto de la ensalada y pensé en pasta, y por suerte encontré unos macarrones en la despensa. Al final me los comí con salsa barbacoa, porque carecía de queso y tomate. A saber que hubiéramos tenido que cenar (que quede claro que sólo tenía macarrones para una persona) si mi sobrino se llega a quedar a dormir. Bueno, hubiéramos llamado a un chino, o a un algo. Y quizá debería haberlo hecho, porque la cena me sentó como un tanque y me pasé la noche entera en vela con unos incesantes dolores de estómago y continuas visitas al cuarto de baño (sin llegar a vomitar, añado).

A la mañana siguiente me volvió a llegar un mensaje de mi sobrino que decía así:
Hola Eliott, estoy en Montreal, perdido y con quince dólares, tengo mi cuaderno y mis rotuladores, creo que voy a optar por dibujar en la calle y vender los dibujos. Un abrazo, ojalá estuvieras aquí.
PD: me quedan sólo dos rotuladores, es una indirecta.

Y no se me ocurrió otra cosa que hacer que irme a Montreal, con mi sobrino, viajar, no me vendría mal, tenía una suficiente cifra ahorrada, a parte de que el seguro me había indemnizado no poco dinero tras el accidente y porque se me rompió la caldera hace ya dos semanas. Me iba a Montreal, y me iba ya. A las siete y media salía el primer autobús hacia Montreal, y era el que pensaba coger. Hice la maleta como buenamente pude, saqué los billetes por internet, y a las seis ya estaba saliendo de casa directo a la estación.

"Autobús número tres-cuatro-siete destino Montreal, cinco minutos para salir" dijo una voz femenina por megafonía. Cogí mi maleta y me acerqué a la larga cola de personas que iban a viajar conmigo. Delante mía había una pareja joven, que no cesaron de besarse continuamente hasta que les pidieron los billetes. A lo lejos se oía una discusión entre dos chicos, en la que uno le reprendía al otro el haberse dejado los billetes en casa. Vaya, dos que no iban a viajar. Justo antes de subir me avisaron de que existía una zona especial para minusválidos dentro del autobús y que gustosamente me atenderían a cualquier llamada durante el viaje. Acepté gratamente la oferta y una plataforma me elevó hasta el autobús. Un señorito vestido de uniforme rojo y que llevaba un gorro algo estúpido me guió hacia aquella zona especial, que era la que se encontraba al final del todo.
Al entrar se me cayó el alma a los pies, tres personas éramos. Un abuelo con un brazo ortopédico dormía a pierna suelta en dos asientos, y un hombre de mediana edad en silla de ruedas miraba por la ventana mientras escuchaba música. Estaba tan concentrado en mirar a través del cristal que hasta que no me colocaron al lado suya no se dio cuenta de mi presencia. 

El ambiente de aquella zona era algo verdaderamente lamentable, tres personas, una dormida, dos en silencio total, que tendrían que soportarse durante horas, menudo planazo, sí señor.

24 nov 2010

De cómo ahondar en explicaciones lógicas.

De una manera u otra, lo había logrado. Y si no hubiera sido por su amigo, no lo habría conseguido. le animó, le empujó, le ayudó, fue como el segundo de a bordo de la empresa que a continuación conseguiría realizar. No se trataba de un simple control, para nada. Conseguir el título de aviador era considerado como un sueño para él, y lo había alcanzado. Sus conversaciones con su amigo le habían liberado en los momentos más arduos de la tarea, del estudio. Cuando salían bloqueaba sus preocupaciones, impidiéndolas ahondar en su mente, débil por nacimiento, o eso consideraban sus padres. No quiere decir esto, que el muchacho fuera tonto, sino que no tenía mucha fuerza mental, y los problemas le ganaban pulsos fácilmente.
No obstante, cualquier cosa que pudiera abstraerlo algo de aquella tarea valía la pena, pensaba su amigo.
Y así fue. Despejaba su mente, se divertía, sin olvidar del todo que parte de su concentración tenía que estar vinculada al examen teórico. El práctico ya sería otra historia, pero estaba seguro de que podría hacerlo.
Aunque siempre había tenido una confianza casi nula en sí mismo, ahora comenzaba  a creerse que podía, así sin más, que podía. El apoyo prestado por su familia, su chica y su mejor amigo significó un empujón moral y la medicina perfecta para que las horas de estudio diurnas y nocturnas no mellaran su voluntad y le animaran a dejarlo, a realizar esa acción tan temida llamada abandono que significaba el fracaso más absoluto, sin ni siquiera llegar a la categoría de intento.
Y llegó con los conceptos claros, con la mente despejada, pero ocupada por un sinfín de posibles respuestas a las temidas preguntas del examen. Fue como cuando le quitaron un diente a los cinco años, con anestesia, ni se enteró. Las respuestas enviadas por el cerebro llegaban rápidamente a su mano, que se deslizaba, danzando en el folio. 
-¡Un nueve, por dios! - exclamó su amigo. 
-Todavía pienso que podría haber logrado más nota.- le contestó.
-Espero que algún día pueda volar en un avión pilotado por ti.
-Y yo.

22 nov 2010

De cómo se abastecen los ríos.

No me gusta que me ayuden, pero cuando uno requiere ayuda, la requiere. Y el hecho de estar en silla de ruedas significa que voy a requerirla bastantes veces.
Primer día en la oficina. Cojo aire, entro, y cómo no, acaparo todas las miradas. Unos pocos susurran, otros se quedan mirándome, pero sólo John Brockman, un hombre al que sólo conozco de haber hablado en la oficina tres veces con él, se acerca y me da una palmada en el hombro, me dice que me habían echado mucho de menos, y me coloca una corona de papel en la cabeza, que me hace sonreír. Me acompaña hasta mi puesto, y allí veo a mis mejores compañeros, que, aunque me vieron en silla de ruedas, no perdieron la sonrisa para saludarme de nuevo, abrazarme, y decirme que sin mí el trabajo era más aburrido. 
-Es el trabajo joder, no tiene por qué ser divertido.
Mis palabras fueron las únicas que consiguieron nublar por un momento las sonrisas de los demás, así que, después de unos segundos, me dejaron sólo, frente a mi ordenador. Lo encendí, y un fondo de pantalla que decía "¡Qué bien tenerte de vuelta!" me hizo sonreír. Lo quité y volví a poner a la colina típica de Windows. Es el trabajo, hay que tener un mínimo de seriedad al fin y al cabo. 
Me quito la corona y mi jefe en persona me viene a saludar y a darme la enhorabuena por mi vuelta, pero sus expresiones no podían ocultar lo nervioso y tenso que estaba por el hecho de tener un trabajador en silla de ruedas en la oficina. Seguramente no se había planteado que mi accidente fuera tan... ¿fuerte? No, bestial.
Bueno, el hecho es que la cálida bienvenida de mis compañeros, nada que ver con la de mi jefe, absolutamente por compromiso, hizo que comenzara con más ganas el trabajo. 
Antes de tener el accidente, estaba a punto de vender una gran cantidad de bollos especiales para mojar en leche, que no se rompían, y al ver que había conseguido venderlos, adquiriendo en total un beneficio de más de tres mil dólares, me llené de satisfacción personal. No es que fuera gran cosa, pero yo solía ser de los que menos vendían de la oficina. Natasha, la rubia con  pecas (o así la llamábamos los demás) se dedicaba a vender chalets, y claro está, su beneficio era mucho mayor al de los demás. Charles vendía flores de todo tipo y árboles, arbustos, y demás, y era uno de los trabajadores más eficientes de toda la empresa, además de una buena persona. Kendra vendía muebles, sofás, de todo, y también conseguía vender bastante.
El tipo de productos que vendías estaba relacionado con tu capacidad como vendedor, y como yo precisamente no andaba muy sobrado de esa capacidad, me tocaba vender un productor menor, como los bollos. Claro está, vender bollos (y probarlos antes de hacerlo) estaba mucho mejor que vender rotuladores como hacía Robert, el novato, o así le llamaban. Yo el llamaba señor Morrison, intentándole inculcar algo de dignidad y respeto a su joven persona. Era un buen chico, siempre me invitaba a café los viernes, y me regalaba rotuladores para mi sobrino, al que le encantaba pintar, y los solía gastar cada semana prácticamente.
En ese momento me dieron ganas de llamar a mi sobrino, pero tenía tarea atrasada, así que lo haría en otro momento.
Tenía diecisiete años y se llamaba Brandon. Me visitaba cada tres semanas y le encantaba dibujar en mi jardín mientras bebía limonada. Cada vez que venái se quedaba a dormir y a la mañana siguiente desaparecía, sin hacer ruido ni nada fuera de su sitio, se marchaba. A mediodía me llamaba y me decía hasta dónde había llegado. Una vez me llamó desde San Francisco, pero cómo había ido en tren, se lo conté como si hubiera hecho trampa. Siempre me decía que cuando tuviera veinte años y algo de dinero, se recorrería el país en moto, y me mandaría dibujos sobre los diferentes lugares que visitara.
Adolescentes, siempre soñando, ajenos a la realidad.

15 nov 2010

De cómo nunca se puede ser el más guay.

Sin duda alguna, aquella melodía le inspiraba y mucho.
Cogió el boli, presuroso de realizar un resumen digno de la materia que tenía que repasar. Pero nada, todas las ideas, amontonadas en su cabeza, se negaban a salir, expandiéndose y contrayéndose constantemente como un acordeón. Con algo de decepción, se abalanzó sobre el libro de física, dispuesto a leer. Pero no podía, cada vez que avanzaba seis líneas, caía en la cuenta de que, ensimismado, perdido en sus pensamientos, no había conseguido retener idea alguna sobre el tema a estudiar.
No era capaz de meterse una sola idea en su cabeza, porque se hallaba completamente ocupada por pensamientos sobre ella. Hoy, que era viernes, no había podido verla, y sólo los viernes le permitían verla. La luz del flexo color morado, que tanto aborrecía por el hecho de haber vivido junto a él cinco años, deseando que se estropeara o se fundiera, y que la bombilla siguiera dando la misma luz turbia y sucia de siempre. Pero no tenía más remedio que encender el flexo, pues el cielo estaba gris, y la luz natural que entraba por la ventana era escasa y totalmente insuficiente para permitirle no dañarse la vista al estudiar. Pero no se iba a engañar, no estaba estudiando, perdido en pensamientos, ardiendo por dentro de la tremenda fuerza que tenía que realizar para no salir por la puerta y correr, correr a las escaleras donde cada viernes se daban cita.
Y por algún extraño vaivén del destino, el flexo comenzó a apagarse, lentamente, tras oírse un pequeño sonido. Y mientras el flexo agonizaba y amenazaba con apagarse del todo, no lo meditó lo más mínimo, agarró su chaqueta gris, tan gris como lo era aquel viernes, se puso tan aprisa como pudo sus adidas azules. Y salió pitando.
Eran ya las ocho, y mientras avanzaba metros y metros rápidamente, comenzó a asaltarle la idea de que quizá ella no estuviera allí, es más, no estaba seguro de que ella estuviera allí, por el simple hecho de que ese día no habían quedado y hacía frío.
Poco a poco se fue frenando, desmotivado, impotente. Y al cabo de unos instantes se encontraba andando lentamente por las calles. Ya veía el Palacio Real desde lejos, pero no tenía gana alguna de acercarse allí. Aún así, lo hizo. Y justo cuando se hallaba a punto de llegar, comenzó a llover, primero muy despacio. Era una lluvia que no molestaba lo más mínimo, además, a él le gustaba la lluvia, como a ella.
Y llegó al Palacio, a los escalones, donde no había nadie, y fue entonces cuando se dejó caer sobre estos, abatido. No sabía por qué, pero había tenido algo de confianza en que ella pudiera estar allí.
Su teléfono sonó, con esa canción que tanto le gustaba, In The Guetto, de Elvis. Era ella, su chica, la única voz que en ese momento quería oír. Contestó con un alegre "Hola", que le fue correspondido, con un beso en la mejilla.

14 nov 2010

De cómo morirse sin querer, queriendo.

El suelo estaba helado, pero ella  igualmente se sentó, y para evitar que el viento la despeinase continuamente, se puso ese gorro de lana que su chico le había regalado. Y allí, mirando hacia el Palacio Real, pensaba continuamente en él. Quería estar a su lado, poder sentir sus caricias y abrazarle, hasta que se acabase el mundo. A lo lejos se oía In The Guetto, de Elvis, tocado por cualquier músico ambulante, de esos que ponen la funda de la guitarra en el suelo para que les dejen algo de dinero.
Pero la realidad era que estaba sola, en unos escalones, en un día gris, chispeando, y con un viento helado que la animaba a irse de allí. No se iba a ir. Cuando estaba con él, con su chico, todos los viernes, fueran grises o azules, se sentaban en aquellas escaleras y de allí no se movían en toda la tarde, no se separaban ni un instante. Y un viernes tras otro, pasaron dos meses, en los que cada viernes, ya de forma sistemática se encontraban en los escalones. Pero hoy estaba sola. Su chico ya la había avisado de que ese viernes no podría ir a causa de un examen que le tenía muy ocupado desde hacía tiempo. Y es que selectividad para él no era un examen cualquiera.
Y aun sabiendo que estaría sola, volvió a aquellas escaleras, porque ahora, un viernes sin esas escaleras, para ella no era un viernes.

10 nov 2010

De cómo volar sin despegar los pies del suelo.

Normalmente no suelo escribir parrafadas, no me gusta, me parece que resulto pesado. Pero últimamente me obligo a hacerlo, tengo que escribir mucho, practicar, llegar a cuarenta líneas, o más.
Pero para hacerlo tiro mucho de puntos aparte, y no me gusta. Pero rellenan espacio, eso sí. Pensar en escribir algo es muy fácil, pero luego plasmarlo y que te de para unos párrafos frondosos, hay diferencia. Eso creo yo. En el momento en que vas a revisar lo que has escrito, convencido de qué llevas un considerable número de líneas, y descubres que es muy poco, te desanimas. Pero si has escrito bastante, y parece bastante, puedes colocarte en la silla lleno de ganas la próxima vez.
Y la mayoría de proyectos (yo llamo así a las cosas que escribo y quiero continuar hasta terminarlas) se quedan ancladas en unos días, en unas pocas páginas. Un asco, vamos.
El aparatejo que uso para escribir posee una pantalla de diez pulgadas, lo que hace que las cosas se vean más pequeñas, de modo que suelo pensar que escribo poco a menudo. Luego, me cambio a un ordenador más grande, y pienso que escribo demasiado. Me hago un lío, pero ya lo dice el dicho (esta frase siempre me ha parecido muy redundante, "dice" y "dicho"), "lo bueno, si es breve, dos veces bueno".
Si tuviera la calidad suficiente como para escribir cuentos, cada día terminaría uno, a lo Rudyard Kipling y sus cuentos de "así-fue-como". Y en definitiva aún no sé si fiarme de mi calidad al escribir, porque no la encuentro por ningún lado. Mientras escribo, me creo la persona más guay del universo. Después de algunos días reviso lo que escribo y me aburro a mí mismo.
Y seguramente cuando lea esto dentro de unos días, pensaré que me lo creo demasiado al escribir, y que soy un pedorro.
Lo soy.
Y cambiando de tema, no sé por qué llevo unos días escuchando sólo música en español, ni idea.
Y volviendo al tema. Espero no resultar un pedorro escribiendo.
Ah bueno, y he descubierto que los comentarios de texto no se me dan tan bien como creía, menuda mierda.


8 nov 2010

De cómo las aceras se tiñen de otoño.

Y hoy, por fin, hoy, las hojas se dignaron a caer, se dignaron a ensuciarse bajo las pisadas de la gente desconocida. Se dignaron a posar en fotos improvisadas de los más avispados. Se dignaron a dejarse llevar por el viento, a volar unos metros para después caer.

Y aunque el frío y su sentido común le decían que se acurrucara en el sofá, con una taza de leche caliente entre las manos, a ver una película, él lo que quería era salir a toda costa, fuese cual fuese el sitio, le daba igual.
Quería salir a la calle, aspirar el aire húmedo, coger el autobús y perderse por el centro, por el silencio que reina cuando el frío se hace presente.
Y le daba igual que el aire le estropease el peinado, que le abriese el flequillo, que le golpeara en la cara. Cogió sus guantes nuevos y su gorro negro, su mp3, sus cascos, una mochila sin nada dentro y salió cantando de casa. 
Le dio lo mismo que el autobús acabara de irse y que la noche estuviera cayendo, que hoy por nada del mundo se le iba a quitar esa estúpida sonrisa de la cara que sólo él entendía por qué la llevaba.

Lo primero que hizo fue acercarse a la biblioteca, a ver si ese libro que tanto deseaba ver en las estanterías se encontraba allí, esperándole. De nuevo no encontró nada, pero para consolarse, Kafka y Kipling le acompañarían por su viaje al centro. Le apasionaban los escritores cuyos apellidos empezaban por K. Y le daba igual que la gente pensara que era un a tontería, que a los escritores se les juzga por lo que escriben, no por la grandeza de su apellido.
De camino a su destino se acercó a un chino y compró esa tableta de chocolate que tanto el gustaba, cogiendo el tercer paquete, siempre el tercero, ni el primero de todos ni el segundo. Una obsesión que nunca había contado a nadie.
Antes de detenerse a leer a Kipling, miró al cielo, le gustaba ver cómo caía la lluvia sobre su cara, aunque le diera en el ojo y tuviera que cerrarlo.
Y aunque estuviera solo, no le importaba.
El viento, la lluvia, la humedad, las hojas, su gorro, su música. Sólo le faltaba un acompañante humano, y eso que lo había buscado por todas partes, pero nadie podía o quería seguirlo en su viaje otoñal.

Nadie se fijaba en él, allí sentado, en los fríos escalones.
No le hacía falta, se sentía bien, muy bien.
Definitivamente, el otoño estaba hecho para él, y quería compartirlo con todos.

Por eso, cuando comenzó a llover y la gente corría a resguardarse, él, con su música y su mochila al hombro, se puso la capucha y se puso a andar, sin necesitar marquesinas ni techos que parasen la lluvia para no mojarse.
Sólo andar, ya era hora de volver a casa, y el autobús parecía haber estado esperándole, aún así, a mitad de camino se bajó, divisó a un amigo, que casualmente iba hacia el mismo lugar que él. Le saludó, se pusieron a hablar, y volvieron andando a casa.
Para él fue una aventura, para muchos un día malísimo.
Y le gustaba pensar que su aventura podría repetirse, mientras el otoño volviera a visitar la capital.
Oh sí, en definitiva, el otoño estaba hecho para él, o él para el otoño.

7 nov 2010

De cómo escribir en cirílico.

-A lo mejor me estoy haciendo un lió - continuó - pero creo que al final ha dicho que fuéramos yendo para allá.
-¡Qué va! - contestó el otro - lo que pasa es que estaba cabreado.
-¿Y eso?
-¡Y yo qué se! - gritó - ya sabes como es él.
-Siempre le tratas como si fuera un tonto.
-¿Acaso no lo es?
-No.
El chico la miró con desprecio, como si fuera una loca que no sabe lo que dice, como si estuviera en un completo error y no quisiera aceptarlo.
Agarró su mochila y comenzó a andar, la chica le siguió:
-¿A dónde vas? - le preguntó.
-A mi casa - respondió el chico, más calmado.
-¿Y qué hacemos con él?
-Por mí como si se va a China.
Y volvió a hacerlo, sus impulsos se adueñaron de ella y le pegó un bofetón, antes de insultarle y marcharse completamente cabreada.
-¡Eres un imbécil! 
-Oh vaya - contestó el chico llevándose una mano al moflete, le dolía, pero no lo iba a aceptar - ahora ponte de su lado, después de que te dejara tirada ayer.
-¡Lo hizo porque su madre estaba enferma!
-Eso es lo que él te dijo.
Y el silencio se adueñó de la escena.
Y de repente desperté. Todavía estaba sentado en aquella silla con ruedas, y no sé por qué me dio un escalofrío tremendo. Ah sí, porque todavía estaba en el jardín. Chuck se había marchado hace dos horas. Miré el reloj. Las cinco y media.
Decidí meterme en casa, intentando recordar por qué el sueño que había tenido me resultaba tan familiar.
Maldita sea. No sé que se ha caído en la cocina pero me he llevado un buen susto. Una cacerola.
después de maldecir a la cacerola decidí acostarme en el sillón, total, para las tres horas que me quedaban para levantarme e ir a trabajar...
Mi primer día de trabajo, después del accidente, que lógicamente ha marcado un antes y un después en mi vida. Será para mí como el nacimiento de Jesucristo para los años.

2 nov 2010

De cómo no se pilla antes a un mentiroso que a un cojo.

Noviembre, ese mes que empieza en lunes, porque sí. Porque le ha tocado, quiera o no, comenzar en lunes, y además en festivo. Creo entonces que se convierte en uno de los meses que mejor ha sido recibido.
Y es que aunque Noviembre era el hijo número diez de su familia, y la número cinco en cuanto a chicas, siempre la trataban como a una niña pequeña.
Y no le gustaba.
No le gustaba ver cómo sus hermanos mellizos pequeños, el triste y monótono Octubre y la repleta de ego Septiembre se llevaban más en la paga semanal, porque pensaban que era una inmadura y que se lo gastaba todo demasiado rápido. Y razón tenían, porque todos los lunes Noviembre llegaba a casa con un disco nuevo bajo el brazo, se encerraba en su cuarto, que compartía con la dulce Mayo, la chica más mayor de la familia, y ponía el volumen a tope para fastidiar a tope, cómo no.
Entonces llegaba el choque contra el ego de Septiembre, que se quejaba de que con tanto ruido no podía estudiar. Y cómo no, acababa sin poder escuchar su disco nuevo.
De vez en cuando recibía consejos musicales de Julio, el primero en nacer, que era un crítico musical muy bueno, maldita sea, era excelente. Se podían pasar tardes enteras hablando de música, hasta que llegaba Febrero, el segundo hijo, pero el más bajito de todos, y se iban a ver el baloncesto al pabellón de enfrente.
En sus horas de soledad aparecía Mayo, que la protegía y la tenía mucho cariño. Y si aparecía Mayo, aparecía Junio. Eran gemelas, y lo único que las distinguía era la voz, la de Mayo, suave, hasta tersa, mientras que la de Junio era chillona, además del pelo, el de Mayo largo y recogido en una coleta, y el de Junio, corto, con el flequillo marcado, a lo Cleopatra. Mayo y Junio siempre iban juntas a todos los lados, y si una hacía algo, la otra también. No es que fuera culo veo culo quiero, sino que estaban completamente enlazadas y sincronizadas.
Además, Mayo siempre iba de color Azul claro, y Junio de verde lima.
Con quién nunca estaba Noviembre era con Enero, que era un patán y un creído, y tenía broncas con todos, a todas horas, menos con Octubre, que se podía decir que le lamía el culo. Enero siempre tenía que ser el primero en todo, si no, había lío.
Lo único que no se le podía reprochar era que en los estudios era muy bueno, iba a hacer un máster de medicina en otro país, y prácticamente toda la familia aguardaba con gran anhelo la hora en que se marchase de allí unos años. Todos menos Octubre, evidentemente.
Ah bueno, y su hermana mayor Diciembre también la quería mucho, le encantaba salir los días de lluvia y la llevaba a parques y lugares magníficos. Una vez tuvo que elegir un acompañante para ir de viaje a Europa. Eligió a Noviembre.
Marzo y Abril no hablaban casi nunca con ella, bueno, casi nunca con nadie. Iban de aquí para allá sin mediar palabra, se encerraban en su cuarto y jugaban a los videojuegos todo el santo día. Noviembre les tenía cierto asco, y no sin razón.
Ah bueno, y queda Agosto, el quinto en nacer. Noviembre nunca lo conoció, porque se fue a vivir a Canadá antes de que ella naciera. De vez en cuando veía fotos que Agosto enviaba, y siempre le había parecido muy guapo, y le hubiera gustado conocerlo, y que Enero se hubiera marchado a vivir a Australia, o a algún sitio más lejano, como Júpiter o Urano directamente.