14 nov 2010

De cómo morirse sin querer, queriendo.

El suelo estaba helado, pero ella  igualmente se sentó, y para evitar que el viento la despeinase continuamente, se puso ese gorro de lana que su chico le había regalado. Y allí, mirando hacia el Palacio Real, pensaba continuamente en él. Quería estar a su lado, poder sentir sus caricias y abrazarle, hasta que se acabase el mundo. A lo lejos se oía In The Guetto, de Elvis, tocado por cualquier músico ambulante, de esos que ponen la funda de la guitarra en el suelo para que les dejen algo de dinero.
Pero la realidad era que estaba sola, en unos escalones, en un día gris, chispeando, y con un viento helado que la animaba a irse de allí. No se iba a ir. Cuando estaba con él, con su chico, todos los viernes, fueran grises o azules, se sentaban en aquellas escaleras y de allí no se movían en toda la tarde, no se separaban ni un instante. Y un viernes tras otro, pasaron dos meses, en los que cada viernes, ya de forma sistemática se encontraban en los escalones. Pero hoy estaba sola. Su chico ya la había avisado de que ese viernes no podría ir a causa de un examen que le tenía muy ocupado desde hacía tiempo. Y es que selectividad para él no era un examen cualquiera.
Y aun sabiendo que estaría sola, volvió a aquellas escaleras, porque ahora, un viernes sin esas escaleras, para ella no era un viernes.