30 ago 2010

El Colgante - Charles Golden Walrus


Allí estaba yo, último en la fila del pan, cuando algo que brilló a la luz del sol llamó mi atención. Me acerqué y me agaché para poder observar el extraño objeto que en el suelo yacía. Era un colgante con forma de mariposa. Lo cogí y lo examiné entre mis dedos unos instantes. Después, deslicé un ala de la mariposa, lo cual abrió el colgante y me permitió observar dos fotos muy antiguas en blanco y negro. En una posaba un hombre joven, con el pelo corto y rizado. Al otro lado, una mujer más joven aún de mofletes regordetes y labios finos incluía en su mirada una chispa de algo, una chispa de amor. Tras concluir que el colgante perteneció a uno de los dos enamorados, lo guardé en mi bolsillo y decidí que más tarde debatiría sobre lo que debía hacer con aquel antiguo objeto.

La puerta chasqueó anunciando mi entrada en el apartamento de Silver Street en el que me estaba alojando para poder continuar mis estudios de arquitectura en esta espléndida ciudad que es San Francisco.
Dejo la bolsa de la compra en la encimera de la cocina y coloco la lechuga y los yogures estratégicamente en la nevera. Me dirijo al viejo sofá de la sala de estar y al dejarme caer en él algo cae de mi bolsillo y repiquetea en el suelo. Sí, el colgante.
Vuelvo a cogerlo, y a mirarlo como si fuera la primera vez y no la segunda. Lo vuelvo a abrir, esperando encontrarme con aquella pareja joven, pero al examinar las fotos, consigo observar en los ojos de la chica dolor y angustia, algo que en la vez anterior no había conseguido descubrir.
Así que vuelvo a cerrar el colgante y cierro el puño a su alrededor, barajando la posibilidad de que aquella muchacha de mofletes regordetes no fuera tan feliz como había pensado.

El despertador comienza a taladrarme el oído a las cinco y media. Hora de emplearse a fondo en el diseño de planos. Dirijo la mano a apagarlo cuando en vez de notar el botón del despertador, noto algo frío con forma de mariposa.
Lo cojo y apago el despertador. Mientras me desperezo comienzo a acariciar el colgante inconscientemente. Abro al nevera y saco el cartón de leche que está a punto de acabarse y una manzana. De la despensa adquiero las galletas y un bollo de chocolate. 
Acostumbro a ver la tele mientras desayuno, pero hoy no me apetece ver las noticias. Engullo el bollo mientras observo el colgante descansar sobre la encimera. Lo cojo y me dispongo a abrirlo, pero no quepo en mí de asombro cuando me es imposible hacerlo. Es como si el metal se hubiera fundido y hubiera quedado unido para siempre. Necesito abrirlo, y lo primero que pasa por mi mente es un láser ¿pero cómo hacerlo sin dañar la foto?
El reloj me avisa con seis campanadas de que debo ponerme en movimiento. Lo primero que hago es ducharme, después preparar las cosas y salgo de casa a eso de las siete menos cuarto, dispuesto a comerme el mundo.

Llego a la puerta de la universidad cuando ya han abierto. Decido esperar fuera un poco y evitar así avalancha de personas en la entrada. Hoy hace fresquito para ser verano, y eso que aquí en California pocas veces se puede decir eso.
Cinco minutos después me encuentro atravesando la gran puerta de entrada. Justo encima de la puerta un cartel que reza en dorado: Mission Bay Tech University.
Las dos primeras horas pasan lentamente, mientras acudo a una charla sobre grandes estructuras que esperaba más interesante. A segunda hora decidí acercarme a la clase del señor McCulloch, que enseña el empleo de materiales en la construcción. Es un gran aficionado a las maquetas, de modo que este curso albergará otra vez unos cuantos trabajos sobre el tema. 
Pero a tercera hora fue cuando pasó. Estaba observando el entrenamiento matutino del equipo de baloncesto, al que no pude ingresar por culpa de un pequeño problema de reflejos con el que me tengo que ver obligado a vivir.
Pues bien, me hallaba yo en aquel lugar cuando me metí la mano en el bolsillo y me encontré de nuevo con aquel objeto. Saqué la mano para comprobarlo. Mis sospechas se reafirmaron en seguida. Pero esta vez, pude ver la rendija que separa una de sus alas. La deslicé y se abrió, pero de nuevo mi asombro hizo presencia cuando dentro de aquel extraño objeto no encontré más que un papel en el que habían escritas tres iniciales: TMC. ¿Qué podría significar? Volví a guardarlo en mi bolsillo y continué observando a los del equipo, pero mi mente no se hallaba con mis ojos, y el colgante y sus extrañas iniciales se agolparon en mi cerebro y lo cautivaron, atrayendo su atención, y la mía, hacia él.

Otra vez, el despertador arañándome el cerebro con su tintineo. Miro el reloj tras apagarlo. Las seis y media. ¿Las seis y media? Me levanto de un salto y corro a la ducha. Queda media hora para que abran la puerta de la universidad y sólo dejan un margen de diez minutos para entrar.
Sin siquiera pensar en por qué el despertador había sonado misteriosamente una hora más tarde, agarro una manzana sin darme cuenta de que está pasada y salgo corriendo de casa. Por suerte pillo el autobús nada más bajar a casa y en veinte minutos estoy frente a la puerta de la universidad. No está abierta. Miro la hora, son y tres. No lo entiendo deberían estar entrando todos en este momento. Giro la cabeza buscando a gente y alcanzo a ver a una persona sentada en un banco no muy lejos de mí. Me acerco. Sé quién es, es Ernie Thomas.
Ernie y yo vamos juntos a clase de ambientación y formamos pareja en gran parte de los trabajos del señor McCulloch.
Me acerco y le pregunto:
-¿Qué ha pasado? ¿Por qué no han abierto?
-Jason – me dice con una voz como si hubiera pasado algo malo – No va a haber más trabajos del señor McCulloch este año, ni el que viene, ni nunca.
-¿Por qué? – aventuro.
-Porque está muerto.

De repente se me paró el cerebro, la respiración, todo lo que fueran actos involuntarios dejaron de serlo. Tuve que sentarme en el banco y meditar unos segundos sobre lo que había pasado.
-Muer-to – suelto al fin.
-Sí, lo han encontrado en su despacho con marcas de abrasión en las manos y un golpe en la cabeza que le hizo empezar a perder sangre.
Sigo intentando asimilar conceptos a velocidad normal.
-¿Y…ya han descubierto al que fue? – pregunto, temeroso por escuchar la respuesta.
-Ni zorra.
Asiento.
-Pero – comienza Ernie – han encontrado un colgante al lado del cuerpo con forma de mariposa.
De repente caigo en estado de trance. ¿El colgante? Palpo mi bolsillo, pero no está. Caigo en la cuenta de que no lo había visto desde ayer en el entrenamiento del equipo. No, no puede ser el mismo colgante, es imposible.
Me levanto, dispuesto a averiguar qué ha pasado, pero lo primero será entrar en el recinto. Y no sé como lo voy a hacer.


Recorro la valla del recinto que diferencia el estar dentro o fuera.
Ni rastro de policía no ninguna otra persona, pero hay mucha gente en la calle y si intento escalar podrían pensar que mis fines son otros a los que tengo.
Al final encuentro un trozo de valla que está más baja y sin pensarlo un momento salto sobre ella y, trepando, salto al interior.
Parecía que me había salido la jugada perfecta pero el sonido de tela rasgada me avisaba de que una manga del pantalón se había roto. Ya habría otro momento para pensar en ello.
El despacho del señor McCulloch se encontraba en la zona oeste de la universidad. O sea, justo al otro lado.
Me encamino rápidamente hacia allí, sin pensar en nada más. En nada más hasta que sale un policía por la puerta. Por suerte no me ve y continúa andando hasta salir totalmente de la universidad. Le veo coger el coche e irse.
Me acerco a la puerta y la abro lentamente. Me asomo. Dentro está oscuro y no se ve a nadie. Las persianas lucen abiertas a la mitad, escondiendo la realidad tras las paredes de la universidad. Pronto llego al pasillo en el que se encuentra el despacho. Nadie custodia la entrada, así que decido acercarme más aún. Me coloco detrás de una papelera y observo la puerta, está entreabierta. Decido espiar un poco.
Sí, efectivamente McCulloch está muerto, y desde aquí puedo observar las manchas de las manos que indican la abrasión. 
Ahora me queda clara la idea de que no hubiera policía fuera, porque están todos dentro. En concreto son siete, quitando al director Houston y al conserje son cinco policías. 
Entonces lo veo, allí, en la mesa del profesor fallecido. Está metido en una bolsita de esas que se usan para guardar las pruebas de los homicidios. No cabe duda, si le colgante está en sus manos, también lo están mis huellas, lo que me convertirá en el principal sospechoso y la causa de la muerte del profesor caerá sobre mí. Debo recuperarlo. 
Justo entonces alcanzo a oír al director que necesita salir a tomar el aire, que se está mareando con el olor a cadáver. El policía jefe dice que le acompañan, que quizá también corra  peligro su vida. Me da tiempo justo para apartarme antes de que se abra la puerta y comiencen a salir todas las personas, dejando al profesor y todas las pruebas, junto con el colgante, dentro y sin vigilancia. En cuanto doblan la esquina me apresuro a entrar y a coger la bolsa. Es cierto que el olor es insoportable, pero el hecho de que McCulloch sea el fallecido me ablanda y no puedo evitar mirarle y observar las marcas y el golpe de la cabeza. Quién haya sido le dio un buen golpe. Salgo del despacho. Ahora solo queda la incógnita de cómo salir.

Debo darme prisa, pues desconozco el tiempo que pueden tardar en volver. Con una prueba incriminatoria en mano no sólo puedo hacer una cosa, algo que me convierte en un delincuente, huir.
No tardo en llegar a la puerta lateral, pero no encuentro la manera de poder salir sin ser visto.
Al final me aventuro a entreabrir la puerta y otear la calle. Esta es la única puerta que da directamente a la calle, con lo cual decido que es la mejor forma de poder salir. Lo hago y me incorporo al tráfico habitual de la calle. No lo dudo un momento y decido volver a casa y descansar un poco. Las cinco horas que había dormido me han pasado factura y más con la tensión de lo ocurrido. Lo más seguro es que salga en las noticias esta noche, así que cualquier indicio podría indicarme la forma en que el colgante llegó al despacho de McCulloch.


A las ocho y media en punto comienzan las noticias. Me doy cuenta de que el telediario no me ayudar cuando pasan a los deportes y después, al tiempo. Por lo menos sé que mañana va a llover. Lo tomaré como luto a McCulloch.
A las doce y pico decido que es tarde y supongo que mañana abrirán la universidad, así que necesito quitarme cansancio acumulado. 
No puedo dormir.
Abro el segundo cajón (de los tres) que hay en la  mesilla. Saco un libro que llevo a la mitad, y que no consigo avanzar porque es muy “pastoso”: El viaje del elefante, de José Saramago.
No consigo avanzar ni tres páginas. No puedo dejar de pensar en lo sucedido.
Decido apagar la luz de nuevo. Nada, me encuentro condenado al insomnio.
Al fin me duermo, a las cuatro y media. Decido que mañana me tomaré le día libre y no iré a la universidad, a pesar de prometerle a mi madre que no faltaría ningún día. Bueno, para eso están las promesas, para romperlas.
Me despierto a las diez y media. Tarde, muy tarde. Decido quedarme en casa todo el día.
Un día aburrido en mi vida: Veo la tele, como galletas, avanzo siete páginas en el libro, estudio una hora, duermo, veo más tele, mando unos e-mails, vuelvo a dormir. Me entero en la página web de la universidad de que va a estar cerrada una semana. No especifican motivos, aunque yo los sé, y Ernie también, y a saber cuántos más.
Cuando me levanto el sol lleva luciendo un buen rato
Me despejo, me ducho, desayuno, me visto, y salgo a la calle a pasear. 
El “Grande Park” del este se convierte en mi destino hasta que veo algo pegado a un poste que me resulta familiar. Es una foto, una foto de Ernie. Es un cartel. Tengo miedo de leerlo. Mi miedo se confirma. Ernie lleva desparecido desde anteayer por la tarde.
Entonces cambia mi destino y mi “GPS” interno me dice que vaya a la comisaría a preguntar por mi amigo.
Llego a la comisaría y entro. Nunca había entrado.
Hay un mostrador a la derecha en la que se colocan tras él dos señoritas, ambas atendiendo al teléfono. Entro en un pasillo gris y veo varias puertas, en una pone “Jean Richards – Jefe de policía” y en la otra “Almacén”. 
Continúa y llego a una habitación en la que hay una mesa desordenada y dos puertas. La primera, en un extremo de la sala indica que sólo el personal autorizado puede entrar, y la otra, justo en el otro extremo, lleva a los calabozos. Decido echar una ojeada. Hay cuatro calabozos, uno más grande y tres más pequeños. No hay nadie dentro.
Vuelvo a salir y me encuentro de frente con el tal Jean Richards, según indica su placa.
-¿Puedo ayudarte chaval? – me dice con una voz que denota una constante actividad y mucho cansancio.
-No – empiezo – bueno, sí…
-¿Es por el chaval desaparecido? -  me corta.
Buena intuición.
-Sí – confirmo.
El jefe no dice y anda. Me doy cuenta de que espera una explicación, de modo que lo hago:
-Es amigo mío.
El jefe asiente.
-Quería informarme – intento limar asperezas, dándome cuenta de que esta conversación es incómoda para mí e irrelevante para él – verá – continúo – es que le vi el mismo día de la desaparición.
De repente, al jefe le cambia la cara. La conversación ya no es tan irrelevante.
-¿Hora? ¿Lugar? – me interroga.
- Pues…
-Espera – me corta – sentémonos en mi despacho, será más cómodo y podré anotar tus respuestas.
-¿A-notarlas? – pregunto nervioso.
-Sí. No te preocupes, sólo se usarán para arrojar luz a la investigación.
Entramos en su despacho. Es marrón, muy marrón.
-Siéntate – me dice.
Y le obedezco.
El jefe se aclara la garganta y comienza:
-¿De qué conoces al chico?
-Vamos a la misma universidad y coincidimos en algunas clases y proyectos. Me llevaba bien con él. – digo sin darme cuenta de que acabo de encender fuego.
-¿Te llevabas?
-O sea, me llevo – intento apagar el fuego.
El jefe me mira hasta decir: 
-Cuéntame lo de anteayer.
-Pues verá – cojo aire – iba a la universidad, cuando me encontré con él en la puerta. Me dijo que no había clase porque habían cerrado. 
-¿Y sabes por qué al cerraron? – me pregunta.
-No – miento.
No me interesa que el jefe tenga noción de que conozco lo ocurrido, sobre todo después de la desaparición del colgante. 
El colgante. De repente pienso en él. Me llevo la mano al bolsillo y de repente palidezco.
-¿Te ocurre algo? – me pregunta el jefe viendo que algo me pasa.
-No – contesto intentando parecer sereno.
Tengo que salir de aquí cuanto antes, no puedo arriesgarme a que el jefe se entere de que el colgante desaparecido, una prueba de un crimen, está en mi bolsillo.
-Tengo que irme – improviso – debo hacer tareas.
-De acuerdo – me dice el jefe, tendiéndome la mano para despedirse.
Y entonces, sin darme cuenta, saco la mía del bolsillo para estrechársela. El ruido de metálico en el suelo me alerta. Me agacho rápidamente y recojo el colgante, antes de salir apresuradamente de la comisaría. 
Observo por el rabillo del ojo que el jefe no me sigue, pero algo sospecha, su cara lo delata.

Llego a casa prácticamente sofocado. Hace mucho calor en la calle, y más en el apartamento, que no está ventilado. Maldigo en voz baja sobre el hombre del tiempo que ayer avisó de lluvia todo el día. 
Abro las ventanas del salón y subo las persianas, quedando a la luz el desorden y la suciedad. Al final va a ser verdad y voy a tener tareas que hacer. 
Comienzo por recoger el salón y la cocina, para después darle un repaso con la aspiradora y la fregona.
El cuarto… ¡Uf! El cuarto es otra cosa. Parece un estercolero. El sentido común me dice que debo recoger antes de que el montón de ropa sucia, papel y restos de comida formen una nueva enfermedad venérea. Y eso que he estado un día sin salir, si hubiera sido una semana habría tenido que llamar a los bomberos para poder salir del apartamento.
Pero la pereza vence al sentido común y acabo en el sofá viendo una comedia romántica que resulta ser una basura como al copa de un abedul.
Quiero salir de aquí, pero algo me dice que no debo hacerlo. Y entonces recuerdo el por qué estoy aquí. Lo saco de mi bolsillo. No quiero hacerlo, pero lo abro. Y esta vez no encuentro ni fotos, ni un papel con las iniciales TMC, sino otro papel, con las letras EJT.
Ya ni siquiera me asombra. Pienso en tirar el colgante, pero la policía lo estará buscando y lleva mis huellas. Finalmente me resigno y lo guardo en un cajón del mueble del salón.
Me apetece poner música. Examino mi abultada colección. A ver, Muse, Red Hot Chili Peppers, Jamie T, Beatles, Simon & Garfunkel, Green Day, Sex Pistols, más Red Hot, más Beatles, Rolling Stones, Clásicos. Ahí me paro y cojo el disco. Observo el “tracklist”. Me decido y lo pongo en el equipo de música. No lo lee, mi gozo en un pozo. Maldigo en voz alta. Se me han quitado las ganas de escuchar música. Me siento en el sofá y examino las posibilidades de entretenimiento de las que dispongo. Acabo haciendo un puzle de los Beatles de mil piezas que tenía guardado. Avanzo bastante hasta que me desespero con una serie fichas que son del mismo color. 
Dejo el puzle a un lado y comienzo a pensar en la escena de la comisaría. A lo mejor el jefe no se ha dado cuenta. A lo mejor sí. De ser así, estoy bastante jodido.
Paso el resto del día sentado en el ordenador, divagando en internet. Destaco un artículo que he leído en una página web que no me acuerdo cómo se llama y un juego de póker online en el que salgo desplumado. 
Por la noche se me quema el pollo asado, así que acabo comiendo fiambre y un yogur.
Leo, me acuesto. Me despierto gracias a un mosquito trompetero al que le ha dado por picarme varias veces en mi pierna derecha. Doy con él y le ducho con el bote de “Raid” que tenía guardado en la cocina.
No vuelvo a despertarme hasta el día siguiente. Hoy sí que pienso salir, porque como siga un día más aquí dentro me voy a morir. 
Salgo a hacer la compra. 
En el supermercado de la esquina tienen de todo, pero no barato. Igualmente voy. 
Cuando estoy pagando lo que eh comprado oigo a una señora cuchichear con otra algo que no me gusta nada:
-Sí, le han encontrado muerto al lado de la autopista del sur – dice una.
-Es una pena – dice la otra – decían que era un alumno brillante.
-Sí, decían que Ernie era un gran estudiante.
No me jodas, pienso. Pago rápidamente y salgo de allí disparado hacia la comisaría, con compra incluida, aunque el jefe sospeche algo.
Llego y le encuentro en su despacho. Me invita a entrar y a sentarme. Me da la mala noticia. Hago como si no lo supiera y debo de hacerlo bien porque no parece que el jefe se haya enterado.
-¿Y saben algo? – pregunto.
-Ernie tenía quemaduras en las manos y en el cuello.
-¿Algo más? – insisto.
-Si -  me contesta mientras abre un cajón y saca un objeto pequeño.
Lo deja delante de mí mientras me mira severamente. Entonces lo observo mejor. Tiene forma de mariposa y una cadena lo rodea.
-¿Te suena? – dice el jefe – porque a mí sí.
Balbuceo palabras ininteligibles hasta que acierto a decir:
-Yo…no he sido.
-Lo sé – me contesta rápidamente.
Suspiro, asombrado.
-Mira chico -  me dice – se de buena tinta que eráis buenos amigos, pero todavía estoy intentando adivinar que hacía el colgante, prueba importante en la muerte de Todd McCulloch, en tu bolsillo, y por qué lo tenías.
No se me ocurre qué contestar, no tengo defensa. Podría contarle que el colgante aparece y desaparece a veces, y que en su interior primero había fotos, luego nada, y luego papeles con letras que no significaban nada. No, no me creería.
-Estuve ayer en casa todo el día – intento defenderme.
-Lo sé -  me dice – mandé a un policía seguirte. Pero la cuestión es – continúa – que si no te paraste en el camino a tu casa y no saliste de allí, ni nadie te visitó ni contactaste con nadie…Cómo coño ha llegado el maldito colgante hasta el lugar donde Ernie había muerto. 
No contesto.
-Puedes irte – me dice finalmente.
Asiento y me levanto. Voy a salir del despacho cuando me dice:
-Espera.
Me giro, nervioso, pensando que el jefe ha cambiado de opinión y me cree culpable.
-Te has dejado la compra – me dice, tendiéndome hacia mí las bolsas.
-Gracias – contesto.
Y me voy de allí, pensando en lo que el jefe ha dicho, pensando en cómo ha llegado el colgante hasta allí, teniendo en cuenta que hasta la autopista del sur hay unos cinco kilómetros. Ahora el colgante, el dichoso colgante, mejor dicho, maldito, tal y como el jefe lo ha nombrado, está en comisaría supongo que guardado por el jefe. En cierta manera me alegro de que no tenerlo, porque empezaba a ponerme los pelos de punta.
Entonces, fue entonces, cuando bolsa se rompió, cayendo al suelo todo lo que había comprado, por suerte, todo envasado. Todo no. Un objeto dorado con forma de mariposa reluce entre la lata de tomate y una botella de gaseosa.
Mierda. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? 
Por un momento valoro la opción de dejarlo ahí, en el suelo, pero después lo cojo y me lo guardo en el bolsillo.
Meto lo que puedo en la otra bolsa, que es todo. La bolsa pesa, pero me queda poco para llegar a casa. 
Nada más llegar dejo las cosas en el suelo y me miro la mano, que está roja y marcada por la bolsa. 
Ahora tengo que pensar qué hacer con el colgante. El maldito colgante. Barajo las posibilidades. Llevárselo al jefe sería un acto de buena voluntad a sus ojos, pero podría sospechar que me lo he llevado. Tirarlo, no, volvería otra vez a mí, como siempre. Decido llevárselo al jefe, y cuanto antes mejor. Pero antes la curiosidad me pica y observo el colgante. Lo abro. Lo sabía. Un papel morado con letras escritas: JJR. Vuelvo a no darle importancia, y salgo de casa. El paseo se hace rápido y llego a la comisaría antes de lo que había supuesto. Entro. Las mujeres del mostrador no están. Avanzo en el pasillo hasta que observo el gran barullo que hay en el despacho del jefe. Las chicas y tres policías están alrededor de un hombre muerto. ¡Un hombre muerto! Pero no es un hombre cualquiera, va vestido de azul. Sí, es el jefe. La gente me mira y un policía me pide amablemente que me vaya y que no le cuente a nadie lo que he visto. Le digo también amablemente, que si me marchaba ahora, como era muy intranquilo, acabaría contándolo. Mi mentira convence al policía que me dice que me puedo quedar, pero calladito. Noto enfado en su voz, cosa que no me importa en absoluto. Avanzo, entrando en el despacho, hasta que algo hace que me pare en seco. Observo que el cadáver tiene quemaduras en las manos, los brazos y el cuello. Y un gran golpe en la cabeza, que había derramado sangre por todo el suelo, y parecía ser la causa de la muerte del jefe. De repente, palidezco. En la mesa, entre un bote de lapiceros y bolígrafos y la grapadora, está el colgante. El maldito colgante.
Trago saliva, una y otra vez. A ver ahora como hago para coger el colgante.
En seguida llega la ambulancia y se llevan el cadáver. El policía que me había dejado entrar se queda a solas conmigo en el despacho y me pregunta:
-¿A qué venías?
Me quedo un momento en blanco, intentando recordar y encajar las piezas. Al final se me ocurre algo.
-Pues venía a pedirle ese colgante al jefe, porque antes había pasado por aquí, se lo había enseñado y me lo había dejado aquí.
El policía parece dudar de mi mentira, que por cierto las estoy soltando a mansalva. Al final me dice:
-Está bien, puedes llevártelo.
Lo cojo y salgo del despacho, no sin antes despedirme del policía, lo que me permite mirar su placa. Arnold Jeremy Bentham. 
Durante el camino a casa, que también lo he recorrido bastantes veces estos días, voy pensando en lo tonto e inexperto que era ese policía, porque mira que no sospechar para nada de un niñato de diecinueve años que llega y se lleva una prueba del crimen…
Algo me hace parar en seco y romper el hilo de mi pensamiento. Delante de mí hay una tienda de juguetes, pero no me interesan los juguetes, sino lo que veo reflejado en el cristal del escaparate. Es el policía. Va vestido de transeúnte y va acompañado de una persona más. Otro policía supongo.
Sin dejar notar mi nerviosismo, comienzo a andar a velocidad normal, pero en cuanto giro la esquina, mis pasos se convierten en zancadas. Vigilo mi espalda, y en cuanto veo que giran la esquina bajo el ritmo de mis pasos hasta llegar a mi velocidad normal. 
Repito el mismo proceso en cada esquina de camino a casa. Me faltan dos calles cuando choco en una esquina con un hombre fornido. Le miro a la cara: el policía. Intento darme la vuelta y escabullirme, pero el acompañante me acorrala. 
Intento parecer sereno:
-¿Algún problema policía? – pregunto.
El policía se ríe y me enseña su placa.
-Esto es falso chaval – me dice mientras la aplasta en su gran mano.
Trago saliva. Así que el policía no es policía.
Entonces habla el acompañante, igual de fornido que el falso policía:
-Creo que tienes algo que nos interesa.
Lógicamente, hablan del colgante.
-¿Perdón? – digo, intentando parecer inocente.
-Que nos des el colgante – traduce el otro.
-No sé de qué habláis – contesto. 
Un puñetazo en el estómago hace que me doble me dos, perdiendo el aire.
-Aquí no imbécil – dice el falso policía.
Me cogen en volandas sin que pueda defenderme y me llevan a un callejón.
Me registran  de arriba abajo, pero no encuentran lo que buscan. Están tan asombrados como yo.
Oigo a uno maldecir y al otro que sería mejor revisar las papeleras del camino. Antes de marcharse, una patada me parte el tabique nasal. Comienzo a sangrar mientras les veo alejarse.
Intentando no perder el conocimiento, me arrastro hasta coger un pañuelo que me habían sacado del bolsillo al registrarme. Me lo aplico a la nariz y me incorporo, echando la cabeza hacia atrás. Será mejor que vaya a ver a un médico.

-Ya está – me dice la doctora cuando termina de ponerme una tirita en la nariz.
Me incorporo en la camilla y me pongo de pie, dispuesto a marcharme.
-Espera – me dice la doctora - ¿Cómo te lo has hecho?
-Me he caigo – miento. (Otra vez más)
-Pues a juzgar por cómo te cuesta respirar, deduzco que ha habido un golpe en la barriga.
-Ha sido en las escaleras – continúo la falsa historia.
-¿Y cómo es que no tienes ningún traumatismo más?
-No lo sé.
-Mira – me dice cogiéndome la mano – si fuera tú demandaría al agresor.
-Han sido dos  - dejo de mentir, pero no por eso me quedo más aliviado.
-Yo ya te he dicho lo que haría – me dice – ahora te toca a ti actuar.
Su dulce voz me encandila por lo que no me entero de lo último que me ha dicho.
Asiento, le doy las gracias y me voy. 
El hedor de mi nariz es insoportable, así que respiraré por la boca para evitarlo.
Justo cuando voy a salir del ambulatorio sale la doctora detrás gritándome:
-Te has dejado algo.
A ver si lo adivino.
Me da un colgante con forma de mariposa y se despide. 
No sé por qué, pero abro el colgante. Un papel con iniciales otra vez, pero con sólo dos: JE.
De nuevo no sé lo que significa, pero antes de que desaparezca otra vez decido colgármelo al cuello, escondiéndolo bajo la camiseta.
Hoy si hace bueno. No hace calor, pero la temperatura es perfecta. Es esa temperatura que ronda los veinte grados.
Llego a casa cuando ya es tarde. Decido hacerme lo que mi madre llamaba una “meriendacena”. Abro la nevera y saco el fiambre. 
Estoy cortando el queso cuando, de repente, comienzo a notar que algo me quema en el cuello. No le doy importancia hasta que la piel se me comienza a abrasar bajo algo metálico. Mierda, es el colgante. Dejo el cuchillo de mala manera en la encimera, con medio filo hacia fuera de ésta.
Me quito el colgante rápidamente, pero las manos comienzan también a arderme. Lo suelto y cae al suelo. Comienzo a perder el conocimiento y el equilibrio. Tropiezo y comienzo a caer… directamente contra el cuchillo. Consigo hacer un último movimiento antes de caer del todo, impidiendo que el cuchillo se me incruste en el pecho, haciéndolo en un brazo.
El dolor me despierta al rato y veo como la sangre se extiende alrededor de mi brazo izquierdo. Me levanto como puedo e intento alcanzar un trapo de la encimera. Dudo entre sacarme el cuchillo o no. Al final intento sacármelo. Mala idea. La sangre comienza a salir de mi antebrazo sin control, y las ampollas de las manos me hacen soltar el cuchillo, que está a punto de caerme en una pierna. Me ato el trapo como puedo con una mano mientras los ojos me lloran por el dolor de las ampollas. Cuando por fin consigo levantarme abro el grifo y expongo las malheridas manos al agua fría. El alivio es tremendo, pero ahora tengo que pensar en curarme lo del brazo.
Entonces lo veo. Enfrente mía, tumbado en el suelo. El maldito colgante. ¿Cómo ha podido causarme las quemaduras? Me detengo en seco, todo mi cuerpo se detiene en seco.
Ahora lo entiendo. JE. Jason Edwards. Mi nombre. Intento recordar los demás tríos de letras.
El primero, TMC. Todd McCulloch. El siguiente fue EJT: Ernie James Thomas. El siguiente a Ernie fue Jean Jason Richards: JJR. Mierda, comienzo a darme cuenta de lo que está ocurriendo. Ese colgante es una máquina de matar. Pero a conmigo no le ha salido la jugada. 
Comienzo a pensar en las muerte de los demás. El señor McCulloch debió de haberse mareado, pues era muy mayor, después se cayó y se golpeó el cráneo contra la esquina de la mesa. 
Ernie también presentaba marcas de quemaduras. Estaba en la autopista, se quemó, perdió el equilibrio y se abalanzó hacia el centro de la carretera. Un coche lo atropelló y el conductor se deshizo del cadáver echándolo a un lado de la carretera.
EL jefe también sufrió quemaduras, perdió el conocimiento y se cayó hacia delante, golpeándose la cabeza contra ese bote de lapiceros a los que sacaba mucha punta todos los días.
Y yo. A saber qué hubiera sido de mí si no hubiera esquivado el cuchillo. Estaría muerto.

Me siento en una silla intentando asimilar todo lo ocurrido. Pienso en tirar el colgante, pero eso no me garantizaría que hubiera más víctimas. Joder, es un simple colgante. Es un simple colgante asesino.
Me acuerdo entonces de la pistola que tengo guardada bajo la mesilla de la cama. Voy a por ella, pero cuando vuelvo el colgante no está en el suelo. Giro sobre mí mismo, buscándolo. Ahí está. Joder, se está moviendo, ¡Está reptando hacia la ventana!
Sin pensármelo dos veces lo apunto y le disparo, reventándolo en mil pedazos. Creo oír una especie de grito ahogado cuando el colgante desaparece. Me dejo caer en la silla. Me siento mal, como si hubiera matado a una persona. 
Esta noche duermo tranquilo, por fin, tras noches de inquietudes y desvelos.
Me levanto al día siguiente y realizo mi rutina normal. Toca bajar a por pan. 
Ahí estoy, penúltimo en la cola del pan, cuando algo que veo hace que se me hiele la sangre. Algo en el suelo brilla. No, no puede ser, no puede ser.
Hago de tripas corazón y me acerco lentamente.
Alivio. Eso es lo que siento al ver una moneda en el suelo. 
La cojo. Con esto pagaré el pan. Vuelvo a la cola, y allí me pierdo en  mis pensamientos hasta que mi turno llega. Entonces veo un periódico en el que sale de titular una foto con dos personas que me son familiares. Ah sí. Con el falso policía y el rudo acompañante. No lo dudo y me compro el periódico, sediento de información.

En casa leo con detenimiento todo acerca de esos dos hombres. Eran unos ladrones que llevaban en la lista negra de California quince años. 
Resulta que me habían confundido con un chico (que en la foto que presentaba el periódico es clavadito a mí, casualidades de la vida) que poseía una cinta de vídeo en el que se veía a los ladrones atracando un banco al norte de Oakland. El chico decía que llevaba la cinta encima siempre, de ahí que pensaran que yo la tenía.
La verdad es que ese chico y yo nos parecemos bastante, es más, hasta mi madre podría confundirnos. Entonces comienza a sonar mi móvil. Mi madre.
Previendo lo que va a ocurrir, me preparo y lo cojo y ella empieza a soltar preguntas sin avisar. Sólo puedo contestar:
-No mamá, no era yo, sino un chico que se parece bastante a mí.


Charles Golden Walrus

28 ago 2010

Y tu pájaro puede cantar.


DICES QUE TIENES TODO LO QUE QUIERES
Y QUE TU PÁJARO CANTA
PERO A MI NO ME TIENES
NO ME TIENES

DICES QUE HAS VISTO LAS SIETE MARAVILLAS
Y QUE TU PÁJARO ES VERDE

PERO A MÍ NO PUEDES VERME
NO PUEDES VERME

CUANDO TUS BIENES TAN PRECIADOS
EMPIECEN A CANSARTE
MIRA HACIA MÍ
NO ESTARÉ LEJOS, NO ESTARÉ LEJOS

CUANDO SE ROMPA TU PÁJARO
¿TE SENTIRÁS DEPRIMIDA?
TAL VEZ DESPIERTES
NO ESTARÉ LEJOS, NO ESTARÉ LEJOS

DICES QUE HAS OÍDO TODA CLASE DE SONIDOS
Y QUE TU PÁJARO SE COLUMPIA
PERO A MI NO PUEDES OÍRME
NO PUEDES OÍRME


El loro impaciente - Charles Golden Walrus


-Creo recordar que se llamaba Jerry.
-Oh, venga ya abuelo, los loros no se llaman Jerry.
-Oye chiquillo, que tu pajarraco ese se llame Miguel no significa que los demás tengan que tener un nombre español.
-Es una cotorra, y además se llama Miki.
-Pues si es una cotorra debería tener un nombre femenino. Debería llamarse Fantina o Ignacia.
-Pues esos nombres son los más feos que he oído en mi vida. ¿De dónde los has sacado?¿De un calendario de santos?
-Para empezar, los calendarios de santos son muy útiles y para terminar los nombres son los de mis dos abuelas.
El niño se ríe y pregunta:
-¿De verdad?
-Sí, bueno no; en parte – el hombre se ríe y se rasca la barba – mi abuela por parte materna se llamaba Ignacia, pero creo que Fantina me lo he inventado.
Ambos se ríen y el abuelo le acaricia la cabeza al nieto, con gran afectividad. Están sentados esperando al autobús. No hay nadie más en la parada. El niño resopla:
-Joer. ¿Cuándo va a llegar el autobús abuelo?
El abuelo se ríe.
-No digas esas cosas que te van a tener que lavar la boca con un estropajo.
-¿Por qué?
-Porque a los que dicen palabras feas se les lava la boca. Así que la próxima vez que vayas a decir cosas así tienes que evitar decir la palabrota. Como por ejemplo, jopé.
-Jopé – dice el niño con una sonrisa.
-Así mejor – la sonrisa del niño contagia al abuelo.
-¿Pero por qué tarda taaaanto?
-A ver, te voy a hacer una adivinanza, ¿vale?
El niño asiente y se coloca bien sentado. El abuelo se ríe.
-Escucha atentamente – se aclara la voz – Este banco está ocupado por un padre y un hijo, el padre se llama Juan, y el hijo ya te lo he dicho.
El niño frunce el ceño y tras esperar unos segundos, se ríe.
-¿Se llama Javier? – pregunta el niño.
-No, ¿qué te hace pensar eso?
-Pues no sé. Como yo me llamo Javier, a lo mejor el hijo se llama igual que yo.
El abuelo suelta una carcajada, que acompaña el niño con su risa. La escena es entrañable.
-A ver – repite el abuelo – escucha: este banco está ocupado por un padre y un hijo, el padre se llama Juan, y el hijo ya te lo he dicho.
El niño vuelve a quedarse pensando y salta, poniéndose de pie:
-¡Esteban!, se llama Esteban.
-Muy bien -  le contesta el abuelo.
El niño comienza a bailar moviendo los brazos y las piernas de forma extraña, riéndose. El abuelo suelta una gran carcajada y abraza a su nieto. El niño se tranquiliza y se vuelve a sentar. Hay un largo rato de silencio.
-Abuelo.
-¿Si?
-¿Por qué tarda tanto el autobús?
-Porque viene cada quince minutos.
-¿Y cuánto llevamos aquí?
-Media hora.
-Jopé... ¿Y cuánto es eso?
-Treinta minutos
-¡Halaaaaaa! – grita  – cuando venga voy a regañar al conductor por no hacer bien su trabajo.
El abuelo se ríe:
-Pues no vas a tener que esperar mucho para hacerlo, porque por ahí viene.
El niño se asoma y ve venir el autobús. Vuelve a bailar, y el abuelo a reír.
El autobús para y abre su puerta. El abuelo saca dos monedas y se las da al conductor, se agacha y le susurra a su nieto:
-¿A qué esperas?
El abuelo se va a sentarse y el niño se queda mirando al conductor, inmóvil. El conductor le ve y le saluda:
-Hola chaval.
El niño se va corriendo a sentarse con su abuelo, mientras este y el conductor se ríen. El niño cruza los brazos y pone cara de enfadado, pero en seguida cambia su mueca a una sonrisa porque su abuelo le da un caramelo. 
-¿De qué es?
-De fresa.
El niño lo abre y se lo mete en la boca. Pasan otros pocos minutos de silencio. Abuelo y nieto miran por la ventana el paisaje. Al cabo de un rato el niño dice:
-Abuelo.
-¿Si?
-¿Cuánto queda?
El abuelo suelta una carcajada bastante larga y después contesta al niño.
-¿Tanto tiempo queriendo que viniera el autobús y ya te quieres bajar? – carraspea – no seas loro impaciente que te pasará como a él.
-¿Y qué le pasó? 
-Era un loro llamado Jerry.
-¡Ah! ¿Es esa historia que me ibas a contar antes?
-Sí – ríe – pues verás, Jerry quería salir de su jaula, pero su amo le decía que tendría que esperar a saber volar. Un día, el dueño se dejo la puerta de la jaula de Jerry abierta.
-¿Y qué pasó?
-A ver si lo adivinas.
-Joooooooooo.
El abuelo se ríe y se toma un caramelo. Después se levanta.
-¿A dónde vas? – pregunta el niño.
-Es esta.
-¿El qué es esta?
-La parada.
EL niño se levanta, siguiendo a su abuelo.
-Abuelo.
-¿Si?
-¿Tengo que adivinar lo que le pasó a Jerry?
-Si lo adivinas me demostrarás que eres un chico listo.
El niño sonríe y después frunce el ceño, pensando. 
El autobús se para y los dos se bajan. El abuelo observa la calle y después se alejan andando y riendo.

Charles Golden Walrus

El Osezno

Prólogo

Eduardo tenía tres años, pero aparentaba menos por lo pequeño que era. Eduardo no era un niño, ni un pez, tampoco un pájaro, sino un oso, en concreto un oso pardo. Más bien, un osezno. 
Vivía cerca de un pequeño arroyo junto con su madre, Magdalena, su padre, Antonio, y sus dos hermanos mayores, Arturo y Julio.
Su padre, Antonio, trabajaba como relojero, mientras que su madre cuidaba de Arturo y Eduardo, ambos pequeños aún. Julio, ya de siete años, era pescadero. No era una de las familias más ricas del bosque de Kampinos, pero eran conocidos y apreciados por el vecindario. El bosque de Kampinos era uno de los más grandes de Europa, y el tercero más extenso de Polonia, superado por los bosques de Białowieża y de Tuchola. 
La familia de Eduardo vivía en la zona Ruble Szare, que traducida significa Los Robles Grises. Los Robles Grises, o Ruble Szare, era un barrio pequeño situado al sur del bosque, en la Korona południe (Corona Sur). En el bosque existían cuatro coronas que debían su nombre a los puntos cardinales. Así pues, la corona más famosa era la Korona północ (Corona Noreste), que era la zona en la que vivían los Namiętny, la familia de osos pardos más prestigiosa del bosque, y según decían, de toda Polonia. Todas las coronas estaban habitadas menos la Korona Zachód (Corona Oeste), que había sido evacuada hacía tres años por un gran incendio que acabo destruyendo la zona.
Pues bien, la familia de Eduardo, denominada Morski (Marítima), debido a que los miembros más antiguos eran los mejores nadadores de entre todos los osos, vivía en una pequeña cueva en un claro llamado Zapalany (Iluminado) por la cantidad de luz que se filtraba entre las ramas y hojas de los árboles. 
En el claro Zapalany también residían una familia de alegres castores de origen bielorruso formada por Igor, cabeza de familia y excelente carpintero, su mujer Olga y su hijo Franz.
Igor era muy conocido en el barrio por su oficio. Construía la mayor parte de las casas del vecindario, así como las zonas comunes. Su “obra” más destacada es una escultura de una hoja de tres metros de alto en la que se puede leer el nombre del barrio, Ruble Szare. Se dice que tardó dos meses en tallarla.
Dos familias más vivían en el claro: los Skalisty, una pareja de alces, Hilda y Agosto; y los Silny, familia de ciervos que se llevaba dedicando al oficio de la mensajería desde décadas atrás, formada por Hugo, su mujer María, y sus dos hijos, Marz y Julia. 
Marz Silny tenía cuatro años y era un gran a migo de Eduardo. Se pasaban las tardes jugueteando en el claro. En cambio, su hermana Julia, carecía de amigos y pasaba las mismas tardes observando el bosque y escuchándolo silbar. 
También vivían allí un conejo gruñón que carecía de apellido, pero no de nombre, el cual era Hale. 
Bueno, la historia en la que irá centrada el relato no será otra que un día en la vida del  osezno. Un día que empezó mal y fue a peor y que Eduardo ya no recuerda con total exactitud si fue en octubre o en noviembre. Noviembre sin duda. Los que siempre recordarán ese día serán sus familiares, a excepción de Arturo, que sólo llevaba año y medio en el mundo y no se enteró de nada. 
Fue un día frío, no, el día amaneció frío, pero se fue transformando hasta alcanzar un clima más o menos estable, estable para aquellos animales a los que una capa de piel y grasa protegía.
Bien, aventurémonos entonces en aquel día de noviembre, para ser exactos fue un veintidós,  y sumerjámonos en el bosque de Kampinos, en Polonia, la fría Europa central, y sería mejor que nos  quedemos ahí porque los demás lugares nombrados serían infinitos una vez llegásemos a sistema solar, pues todavía el ser humano desconoce cuán grande es esa gran masa oscura que todo lo rodea, llamada universo. 
Y dejémonos ya de sermones y palabrerías y vayamos ya al grano del asunto: el día de Eduardo.

27 ago 2010

All the lonely people.


Ah, mira toda la gente solitaria. 
Ella recoge el arroz del suelo de la iglesia donde se ha celebrado una boda. 
Toda esa gente solitaria, ¿De dónde viene? Toda esa gente solitaria, ¿De dónde es?
El padre McKenzie escribe un sermón que nadie oirá. Mírale trabajando, zurciendo sus calcetines rotos por la noche cuando nadie le ve. 
Ah, mira toda esa gente solitaria.


26 ago 2010

Buitres


Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.
Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.
-Estoy indefenso -le dije- vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.
-No se deje atormentar -dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.
-¿Le parece? -pregunté- ¿quiere encargarse del asunto?
-Encantado -dijo el señor- ; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?
- No sé -le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí -: por favor, pruebe de todos modos.
-Bueno- dijo el señor- , voy a apurarme.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.

Franz Kafka, "Buitres"
Fuente: Ciudad Seva: Franz Kafka - Buitres

25 ago 2010

5 y 2.


"Sólo le daban esperanza sus cinco gramos y sus dos chicas de compañía de medianoche"
Óscar Magic Flip

Verde caqui.


-Y así es como se hace - dijo la mujer de pelo gris.
-No es tan difícil - contestó la niña bajita.
-Pues claro que no, tontorrona.
-¿Qué hacemos ahora? - preguntó al bajita.
-Descansar.
-¿Descansar? Jobar abuela, yo quiero seguir haciendo nudos.
-Ya hemos hecho mucho, ahora necesito descansar, sino, no podré bajar al parque contigo muchachita.
La niña siente y acompaña a su abuela hasta el sofá, donde se sienta con ella. Es un horrendo sofá color verde caqui, que a la abuela le gusta porque le recuerda a su madre, y que la niña es demasiado pequeña para comprender lo feo que es. La niña examina la pared que hay enfrente. Fotos "sin color" ordenadas según el criterio de su abuela, al que, por cierto, dormía ahora plácidamente en su feo sofá. La niña, curiosa por naturaleza, como al mayoría de los niños, decidió ir a investigar por aquí y por allá a ver que secretos y sorpresas esperaban su presencia. 
Comenzó en el baño. Abrió un pequeño armario. Cajas de pastillas amontonadas que para la niña eran caramelos. Abrió una. El color de los caramelos no le gustó. Probó con otra. Ahora los caramelos eran naranjas, parecían apetecibles. Entonces recordó que su abuela tomaba esas pastillas para poder dormir y prefirió no comerlas y dejárselas a la abuela y que pudiera dormir. Decidió que no había nada en aquel cuarto que le llamara la atención. 
Su siguiente parada fue la cocina. Abrió un cajón. Cosas de metal con pinchos y filos yacían en separadores. Era el cajón que la abuela le prohibía abrir. lo cerró rápidamente, no quería que la abuela la viera abriéndolo. Encontró algo que acaparó su atención. Era una casita que se mantenía pegada a la puerta de la nevera como por arte de magia. Lo cogió y lo examinó. Al parecer una cosita redonda y negra era la que permitía a la casita pegarse a la nevera. La colocó en su sitio y continuó su viaje. 
Llegó al patio, pero como hacía mucho frío decidió que ya lo visitaría en otro momento. 
Su última parada era el cuarto de la abuela. Este parecía mucho más prometedor. Una pequeña mesilla de uno de los lados de la cama guardaba en su interior un libro marrón y unas gafas muy grandes y redondas, de color marrón clarito, casi beige. Una cómoda a la derecha de la cama escondía el verdadero tesoro. Collares, anillos, pendientes , colgantes, y muchas más joyas se encontraban en aquella especie de armario pequeño. 
No lo dudó, cogió varios collares y se los puso, lo mismo hizo con los anillos, con los que embelleció sus manos, y su pies. Los pendientes no sabía como ponérselos, y como ya llevaba unos puestos, decidió que eran prescindibles.
La niña bajita, llamada María, o como la llamaba su familia, Eme, despertó a su abuela, para enseñarle su hallazgo, desconociendo que la propietaria del tesoro era su abuela. 
Entre risas y joyas, la tarde pasó rápida. Y el padre de la niña, llamado Francisco, en casa denominado Fran o Paco, acudió a recogerla, no sin antes agradecer a la abuela el haber cuidado de ella (sin saber los dos lo de las pastillas y los cuchillos) y dejar que las dos disfrutaran de una buena despedida.

24 ago 2010

Joven Starkey


-¡Ni se te ocurra! - le espetó la madre.
-¿Pero por qué? - insistió el joven de nariz puntiaguda y ojos grandes.
-Porque te he dicho que no estamos como para gastarnos el dinero a lo tonto.
-No es a lo tonto, quiero dedicarme a eso.
-¿A tocar una batería? Ni hablar, harás derecho como tu padre.
-Pero madre, no quiero hacer derecho, quiero tocar.
-¡Que no! - dijo la madre tajante - y no quiero volver a oír nada más sobre el tema. Richard, debes centrarte en tus estudios.
Y el joven Richard, viendo su sueño truncado con tan sólo 15 años, decidió irse a vivir a Liverpool a la mayoría de edad.
Fue entonces cuando tres se convirtieron en cuatro gracias a un batería, que fuera por suerte o por otras cosas, cumplió su sueño.