Fred era diferente. Era de California. Era un sureño, como le llamaban sus amigos. Se había criado con cuatro hermanos y su madre no había dado a basto, abandonándolos cuando él, el más mayor, tenía doce años. Su padre les crió como pudo y se casó en cuanto pudo con una multimillonaria a la que Fred odiaba. También odiaba su nombre. Frederick Rotherham Wilkinsson. Su madre era alemana y su padre de Wisconsin, así que algo sabía de alemán, pero no sabía si le serviría de algo. Se había auto nombrado Fred Wilkinsson, pero en el registro seguía apareciendo su tan odiado nombre. Así que entre sus fiestas de adolescente, el surf, que por cierto era su pasión, y los problemas familiares, decidió irse a estudiar arquitectura a los dieciséis años a Seattle. Arribó sin ningún problema, y menos económico, pues había tenido la dudosa cortesía de tomar prestados diez mil dólares antes de marcharse. Apasionado a la música de Simon & Garfunkel y acostumbrado a ser fumador pasivo en su casa. No tardó en hacerse con un pequeño apartamento de un barrio circundante, no se no imaginaba ni por asomo que allí se fraguarían los mejores años de su vida. Resultaba ser un lector empedernido, y como buen californiano se aficionó a los Red Hot Chili Peppers. Afrontaba con resignación el frío de Seattle, pero no desaprovechaba las escasas oportunidades que le brindaba el verano para surfear. Y como alternativa comenzó a hacer skate, junto a otros amigos que también eran aficionados a esto. Le gustaban las palmeras, las baterías, los coches antiguos y las casas de ladrillos. La verdadera razón por la que llevaba esa melena negra era porque le daba pereza ir a cortárselo, y ante el frío invierno de Seattle le ofrecía protección a sus propias orejas. Podía ser considerado un hombre algo solitario, porque acostumbraba a salir por ahí el solo, con su tabla o con su música, su ropa roja y su perro llamado Orange. También tenía una bicicleta y una guitarra eléctrica. Ventajas de llegar a una nueva ciudad con caprichos en la cabeza y diez mil dólares, y muchas ideas. Algún día viajaría a la luna, o sería el director de un sello discográfico. Empezó a fumar por aburrimiento y ha acabado haciéndolo por adicción, tosiendo fuertemente muy a menudo. Su mejor amigo Jamie llevaba intentando disuadirle de fumar durante mucho tiempo, y al final sólo consiguió acabar fumando él.
Memorias de un niño angelical, convertidas en noches de fiestas hipotéticas y alegóricas tardes de caminatas por la ciudad. Suaves y delicadas voces de Paul y Art sonando en sus altavoces, la brisa de verano acariciándole las mejillas y su melena desaliñada y muy lisa. Fuera de día o noche, verano, otoño o año bisiesto, allá donde iba lo hacía con sus viejas gafas de sol retro que le robó a su padre antes de irse a Seattle. Acostumbraba a invitar a dormir a su apartamento a Jamie, y juntos aspiraban a compartir uno en el futuro. No se creía guay por vivir solo, surfear, patinar, tocar la guitarra, tener dinero, un apartamento, unas gafas retro, una lámpara de lava gigantesca en el salón y una ristra de cigarrillos en el bolsillo. No se creía guay, pero Jamie sabía que lo era. Asomarse a la ventana cada mañana le despertaba más que una ducha fría, y comer todos los días pizza le hacía sentirse libre. Lavaba la ropa cuando quería. Sí, un poco desordenado, un poco sucio, muy Fred.
Muy muy Fred.
-Oye Fred - le salió la voz ronca a Jamie, por el hecho de haber estado callado mucho raro.
-¿Qué? - dijo antipaticamente.
-Cuando quieras me das un cigarrillo.
-Es que aún no quiero, coño.