Acudía a menudo al enorme puente, como lo llamaba ella, no para olvidar sus penas, ni para alegrarse los días, tampoco para escuchar música a solas, canciones melancólicas de canciones tristes, no acudía para desahogarse, expulsar de su cuerpo hasta el último gramo de estrés, ansiedad, ira; tampoco le acompañaba una guitarra Fender, ni su gato, que obviamente no debía salir de casa. No iba para gusto o disgusto, con más probabilidades de lo segundo, de los demás. Ni para el suyo propio. Al fin y al cabo resultaría esclarecedor conocer sus motivos, los hechos que la empujaban a ir al puente viernes sí, viernes también. Ah. Sí. Quizá se trataba de esa cámara de fotos y esa libreta azul que poco a poco se habían convertido en parte de su vida, entrando en tromba y negando a marcharse. Tampoco ella quería que lo hicieran. Los atardeceres desde el puente resultaban ser preciosos, y más para ella, que lo cogía y lo pegaba en una espectacular foto, o en un dibujo impresionante, o en su mente, para poder ver el atardecer siempre que quisiera, fueran las doce de la noche, o fuese un día nublado. No hacía falta simpatizar mucho con ella para darse cuenta de que se estaba tratando con una gran persona. Hablaba poco, no porque fuera tímida, no le gustaba derrochar las palabras. Y de esas pocas frases que soltaba, soltaba de esas que alegran un alma negra azabache, o que arreglan el mayor desperfecto de un tejado sin necesidad de martillo y clavos. No le importaba poner música de ópera, tumbarse en la cama, cerrar los ojos, vivir distintas vidas en lo alto de la cima de su mundo; como tampoco le disgustaba acercarse a las sutiles notas de cualquier cantautor empedernido, o juguetear con las cuerdas de la guitarra de cualquier grupo de rock con un nombre típico o atípico. Atípico era su nombre, le decían. El mismo que el del sexto mes del año. La creatividad de su madre le había otorgado un nombre bonito, limpio. Aunque la misma que eligió su nombre desapareciera cuando sólo tenía siete años. Sus padres estaban divorciados, y se guardaban un rencor tremendo, casi inhumano. Pero a June le daba igual cuales fueran los motivos, se limitaba a vivir en su casa porque era dónde tenía comido y cama gratis. Pero si por ella fuera, ya se hubiera mudado al centro de la ciudad. Decía mezclar una serie de diferentes vidas en la suya. La vida que quería, la que tenía y la que su madre creía que tenía. No es que June fuera la típica adolescente que disfrutaba rozando la ilegalidad (que lo hacía) y que pensaba todo el día en fiestas nocturnas y esas cosas. Al fin y al cabo tenía dieciocho años y ya había decidido auto proclamarse dueña de las riendas de su vida.
Y a parte de el gran puente y de su propia casa, podía presumir de tener un hogar más. La casa de su mejor amigo, con el que se llevaba mejor que con nadie, no necesitaba a nadie más en su vida, exagerando un poco las cosas.
Montaba en bici a menudo, sin casco, y de verdad le gustaba que su melena pelirroja fuera azotada por el aire mientras avanzaba a toda velocidad, sin consideración alguna, por el entramado de calles de su barrio. También le gustaba ponerse gafas de pasta, aunque poseía una vista perfecta, sin redondear la perfección con el color de sus ojos, un marrón entre claro y oscuro, tirando a verde, y un poco a color miel. Color junio, lo llamaba su mejor amigo. Tenía una hermana pequeña, que era muy parecida a ella, pero resultaba ser un demonio en ciernes. June no era un ángel, pero no e regocijaba del dolor ajeno, cosa que su hermana realizaba de manera inmutable e instintiva. Quizá fuera otro factor a tener en cuenta en su decisión de guardar todas sus cosas en cajas de cartón, coger su pequeño coche, pero coche al fin y al cabo. Aparcó con suerte enfrente del portal de la casa a la cual se dirigía. Se acercó al telefonillo y pulsó el botón que había al lado de una etiqueta escrita mano con buena letra: "El ático". Siempre que lo leía sonreía, en verdad, quería mucho a ese chico que resultaba ser su mejor amigo.
-¿Quién? - preguntó una voz masculina.
-Ya sabes quién soy, petardo - contestó.
Sonó un pitido que indicaba que la puerta estaba abierta. no tenía que entrar, Allen la ayudaría a subir todas las cosas y a instalarse. Podría ser una bonita aventura de compañeros de piso.
