31 dic 2010

De la década que vendrá a continuación, y después, muchas, muchas más.

Basta de resúmenes, compilaciones, acopios de frases, fotos, dolencias, memorias, diversiones, acumulaciones...
Todos sabemos que este año ha sido muy bueno, también para los demás, y compartirlo, recordarlo, también está bien. Pero no aún. A ver, para explicarme mejor. Los noventa, la década que supuso la vuelta de la buena música, y década en la que nacieron la mayoría de personas que han hecho de este año uno muy bueno. Pues bien, los 90's, digamos, a ver, ¿acaso no es mejor recordado ahora, que en el 2000? Hay que dejar que las cosas se enriquezcan con el paso del tiempo, que se conviertan en uno de los mejores vinos, que al descorcharlo te inunde todo lo de los 90's, lo bueno y lo malo. Y es que el 2010 aún no ha acabado, nos quedan horas, muy pocas, pero ya lo estamos echando de menos. ¿Por qué? porque somos unos impacientes. Hagamos una recopilación de sucesos geniales que han acontecido en nuestras vidas durante los 365 días anteriores. ¿Para qué? ¿No será mejor hacerlo dentro de dos años? Echarlo de menos cuando haya que echarlo de menos. Quién sabe, a lo mejor el 2011 resulta ser mucho mejor año, y el 2012 ni te cuento, o a lo mejor son peores. Entonces sí, cuando sean peores, descorcharemos la botella del 2010, y nos emborracharemos de él. Dejémonos de lamentos irrelevantes, que no pintan nada aún. Acordémonos de aquellas personas, pero en silencio, porque estoy seguro de que no hará falta que clames al viento cada uno de sus nombres para que sepan que sí, que les llevas muy dentro.
Y por supuesto que sí, yo también he hecho un resumen del año, pero lo guardo en mi mente. ¿Para qué? Para que el año que viene, cuando esté con cada una de esas personas que están en el resumen, poderles decir: ¿Te acuerdas de cuando...? ¿Y de cómo...? ¿Y de lo bien que...?
Y entonces sí, podremos echarlo de menos, como haremos con cada año de nuestra vida, por muy malo que pueda ser uno, un año es un año, 365 días que no dejan indiferente a nadie, como debe ser.
Y claro que sí, a cualquiera la gustará oír su nombre en tu lista del año, pero es que ya lo saben, y les alegrará oírlo dentro de mucho tiempo, cuando merezca la pena descorchar y beber.
Así que, hagamos la lista, embotellémosla, pongámosle un tapón, y guardémosla en la despensa, al lado del 2009, y ¿quién sabe? a lo mejor es el momento de descorchar otra.

29 dic 2010

De rayas rojas y blancas.


¿Alguna vez has jugado a buscar a Wally? Sí, a ese que sale en los libros.¿Y le has encontrado?¿Si? Pues él no.

Wally, el hombre del jersey de rayas, vaqueros del springifield, zapatos de señor mayor, gorro con borla y bastón, a parte de miope, tener un perro al que sólo se le veía el rabo, y era de rayas; siempre andaba de un lado para otro, escondiéndose, más bien huyendo. 

Pero...¿De qué huía?¿Lo hacía por gastar una broma?¿Por Jugar?
No. Simplemente le daba miedo encontrarse, amanecer en un motel descuidado de Minnesota, mirarse al espejo y decirse:
-Buenos días Wally, tienes 23 años y aún sigues igual, no creces. ¿No piensas dejar nunca de esconderte entre dibujos y más dibujos, de páginas y más páginas, de toda la colección de tu señor Martin Handford?¿No te gustaría tener que esconderte por todo el mundo, pero el de verdad, sin colores ni trazos de rotulador? Vamos Wally, tú vales mucho más.
Pero siempre, siempre, siempre, siempre, siempre que le encontrabas, te recibía con una sonrisa.

Y le gustaba recitar poemas, y hacer fotos, y leer en voz alta sus frases preferidas, mirar al mar. Le gustaba, porque ya no podía hacer ninguna de esas cosas, y ya no sabía si le seguían gustando o no.

Pero siempre, siempre, siempre, siempre, siempre que le encuentres, que le encontrarás, seguro, te recibirá con una sonrisa.

27 dic 2010

De aquí para allá.

Chess era un niño de once años que vivía en un pequeño barrio de Virginia, que aspiraba a ser un músico excepcional, pero de momento tenía que conformarse con ir al colegio y aprender, sin más, o eso le decían sus padres. Chess tenía un montón de amigos, que le llamaban Che, o C, sin más. A parte de eso, Chess era muy listo, pero su ignorancia (la propia de su edad, quede claro) no le permitía avanzar demasiado en cuanto a conocimiento e independencia. La verdad, dependía bastante de su madre (más de lo normal en un niño de su edad, quede claro), y puede que la causa de todo es que su madre le mimaba demasiado, más bien, lo era.
Chess siempre se llevaba un paquete de donuts al colegio para comer a media mañana, siempre, no había un día en que Chess no sacara de su mochila los donuts a la hora del recreo. Era bajito para su edad, pero comía mucho porque el médico le había dicho que si quería crecer tendría que comer mucho.
Pero hubo un día, un dichoso día, en que Chess no sacó sus donuts de la mochila en el recreo: no tenía. Su madre ya le había dicho esa misma mañana, antes de que él se fuera al colegio, que los donuts se habían acabado en la tienda, que si quería otra cosa para comer. Entonces Chess se puso a berrear y patalear (era un niño mimado, quede claro) hasta que su madre lo obligó a marcharse porque si no llegaría tarde.
Y Chess abandonó su casa entre lágrimas. Hoy no iba a comer donuts.
Entonces, a la hora del recreo, su tripa comenzó a sonar. Tenía hambre, pero no comida. Pasaron los minutos, y su hambre se hacía cada vez más grande y comenzó a pensar que si no comía algo en seguida se moriría. Así que no se le ocurrió otra cosa que robarle el almuerzo a otro niño. Lo hizo sin que se enterara. Mientras el otro niño jugaba al baloncesto, Chess abrió lentamente su mochila, y en ella encontró, para su sorpresa, bollos de crema (los bollos de crema eran, después de los donuts, su comida favorita), se los guardó en su mochila y salió corriendo.
Así es como Chess cometió su primer hurto infantil, bajo el pretexto del hambre. Pero Chess no disfrutó comiendo aquellos bollos, sabía que en algún momento aquel niño abriría su mochila, hambriento, y descubriría que le habían robado sus bollos.
Y entonces lo vio, al niño, sentado en el suelo, medio llorando: no tenía sus bollos.
Chess comenzó a pensar en la idea de que si se acercaba y le devolvía los bollos restantes, el chico le perdonaría y quizá compartiera los bollos con él. Tan convencido estaba de que su plan sería todo un éxito, que para nada se esperaba el puñetazo que el niño le dio en la barriga.

21 dic 2010

De esas pequeñas detonaciones cerebrales.

Cuando menos te lo esperas, siempre hay alguien que aparece y se empeña en traer nuevos problemas a tu mundo.
Siempre hay alguien que te intenta buscar las cosquillas, que te canta una balada al oído, que te lleva con un ansia enferma de aquí para allá, que sin pensárselo dos veces actúa de forma equívoca, que se convierte en el foco de los problemas, que tiene y un extraño magnetismo para los mismos, que indaga en busca de un detonante para darle un giro más que drástico a la situación, sin otro objetivo que el de permanecer el centro de esta, para no desaparecer, ser recordado, que su nombre no sea amargamente olvidado por sus cercanos, que quiere dejar algún poso, alguna parte de su ser en la mente de los demás, que busca la paz mundial, y a la vez la destruye sin remedio alguno, que sufre más de la cuenta, más incluso que Magenta, aunque sea imposible, que busca su consuelo en su música favorita, que se abstrae del mundo oteando toda la calle con el pretexto de encontrar a otra persona que la llene, que la complete, sin olvidar a aquellos que sólo quieren ver su vida pasar, que no actúan según ellos quieren, sino según sus propias condiciones lo dictan, que reciben la satisfacción del daño ajeno, que se aferra al último rincón de su alma para no acabar precipitándose en algún abismo, que lo único que hacen es escribir sobre su vida, los que escriben de los demás, que no saben escribir, ya sea por sus capacidades u oportunidades, que bailan solo para olvidarse, que son víctimas del alcohol por perseguir el mismo objetivo, que critican a la sociedad en su conjunto, o a un solo individuo y su entorno, que odian a los demás, que no creen en ninguna religión, que defienden sus principios hasta la muerte, y los que los modifican para evadirla, que se basan en los mismos para defenderse de ataques contra su persona, y los que los utilizan para atacar a los demás, los que sólo escuchan canciones tristes mientras observan caer una lluvia torrencial a través del empañado cristal de su propia mente, también los hay que buscan la felicidad, los que filosofan, los que no saben hacerlo, los que sólo quieren vivir a lo grande, los que ni siquiera quieren vivir porque viven divididos sobre si el hecho de que a nadie le pregunten si quiere nacer, si quiere venir a este mundo, es injusto, o al contrario, es un regalo.
Y el señor Añil, de aspecto sobrio y elegante, no era otra persona sino la cual se encargaba de buscar todos esos problemas de tu vida y desactivarlos, como minas en un camino, que sólo pretenden obstaculizar tu paso; y dependiendo de la magnitud del problema, más tardaba el señor Añil en desactivarlo, meditando si el cable verde había que cortarlo, o el azul había que conectarlo al rojo, o si el amarillo sería lo suficientemente importante como para dejarlo tal y como estaba. Buscaba, probaba, con botones, teclas, cables, hasta que daba con la fórmula adecuada, que te permitía olvidar todo aquello que te atormentaba.
Lo llamaban el Buscaminas.

19 dic 2010

De cómo te perdías en tus pensamientos.

De nuevo, era verano, y el Señor Gris había vuelto a cortarse el pelo, llevándolo de una forma que a mi no me gustaba nada. Tocaba ir a Callao, de nuevo, y visitar esa tienda cuyo empezaba por "efe" y acababa en "nac". Si no habíamos visitado esa tienda por lo menos cien veces ese mismo año, poco nos faltaba, desde luego. De nuevo, al segundo piso, a ver qué novedades musicales ocupaban esta vez las numerosas estanterías. Nos interesaban dos nombres, pero para la tienda parecían ser inexistentes, y no creo que costara mucho poner un cartelito con "Jamie T" escrito, y un par de discos, o que estuviera en la sección de Smashing Pumpkins su disco "Adore", que tampoco aparecía por ningún lado. Y si bajabas toda la calle Carretas hasta Sol, la otra tienda, peor organizada, tampoco tenía nada, y todo más caro, casi siempre.
Pues nada, de nuevo, volvía a tocar dar una vuelta, con calor, las camisetas pegadas al cuerpo, turistas y guiris por todas partes, rodeándote, con puestos de helados en cada calle, y entrando, de nuevo, en el chino de siempre y gastándonos el poco dinero que llevábamos, bajábamos hasta Ópera, solo para estar allí. 
Pero claro, Ópera es uno de esos lugares donde los rayos del sol deben incidir absolutamente directos y verticales, y el calor ya estaba en el suelo, en los escalones, en todas partes. Claro que Ópera, no tiene ninguna sombra, lo cual hace el paseo aún más espectacular.
Con los cascos tochos, como los llamo yo, el calor te agobiaba aún más.
Porque los veranos en Madrid son de esos de treinta grados a la sombra, y sus inviernos, los de cuatro grados al sol. Y ¿acaso no la hace eso tan espectacular, en su momento calor, en su momento frío?

15 dic 2010

De cómo mirabas aquella camiseta horrorosa.

Erase una vez un señor Gris, que se llamaba así porque siempre llevaba ropa gris, o casi siempre, pero rara era la vez que no llevaba una prenda gris en su cuerpo. Tenía el pelo marrón y rizado, pero sin rizos definidos, y cuando llevaba el pelo muy largo, que le crecía en densidad, parecía una pelusa. Tenía la cara alargado y el mentón definido, como su padre, unos ojos verdes y un lunar en la nariz, en el que una vez le salió un grano, y cuando los granos salen en lunares, no son precisamente pequeños.
Pues bien. El señor Gris tenía cuatro camisetas que siempre solía llevar: la primera, de Led Zeppelin, gris, con dos agujeros esparcidos; una segundo negra, de Quicksilver, con letras blancas y rojas; y por último, una blanca de Quicksilver también, la única blanca de su armario, que yo recuerde, con el logo y una mano agarrándolo; y una de DC azul marina con el logo en rojo, creo recordar que era falsa, pero parecía de verdad.
Y los pantalones, para él, grises por definición, eran también grises, por lo menos dos de ellos, unos eran del Springfield, grises-marrones, que eran los mismos que yo también tenía, y dos del H&M, del mismo modelo, pero unos grises y los otros azules, que cuando me los iba a regalar (los azules) se echó hacia atrás, el muy sucio.
Tenía un jersey de viejo, por supuesto, gris, que llevaba siempre y cuando llevara la camiseta de Led Zeppelin. Dos abrigos grises, con uno parecía que estaba fuerte, ancho, y con el otro no parecía nada, pero eran grises. Unas zapatillas muy desgastadas de Nike, también grises, con detalles en azul y blanco. Y tenía unas DC, pero no eran grises, si no rojas.
Mmm, qué mas, ah sí, una guitarra negra Ibanez y una tabla Darkstar negra y blanca, con un E.T. pintado y sangre en un extremo, con rudas Pig y ejes Venture, pero esas cosas no eran grises, así que cuentan menos. También tenía, hace ya mucho tiempo, una camiseta genial de color morado, con un bocadillo de pensamiento dibujado y relleno de cuadros negros y blancos, como los de un ajedrez.
También tenía una camiseta amarilla de rock, que desapareció, y una negra de los Ramones de manga larga. Un póster de Kurt Cobain adornaba su habitación y su cama solía tener una colcha azul marina con rayas verdes.
El suelo de parqué, y un teléfono antiguo, aunque sólo usaba el inalámbrico.

12 dic 2010

De cuando en cuando se va la luz.

"Con una ferocidad temible, digna de un león de la sabana africana, el hombre se abalanzó sobre el otro hombre, procediendo a convertirse en su agresor, y el otro hombre, en la víctima.
Puñetazos, patadas, arañazos, mordiscos, desgarros... el otro hombre fue presa del miedo y, totalmente indefenso, recibió todo tipo de golpes y ataques de su agresor, sin que tan siquiera le fuera permitido reaccionar o defenderse. Y lo triste es, que cuando hubo reunido el valor suficiente para combatir y responder a los ataques, sus fuerzas, melladas, le fallaron y le abandonaron, de tal modo que lo único que pudo hacer fue esperar a que todo cesara..."

Tenía demasiado sueño como para continuar la lectura, así que se fue a dormir.


8 dic 2010

De lo que quieras hablar.

Cuando las tuberías comenzaban a rechinar ruidosamente, se apartaba de la trayectoria de la ducha todo lo que podía para evitar el contacto directo con el agua congelada. Casi nunca conseguía esquivar el gélido chorro, pero en seguida un agua más caliente, más relajada y más hospitalaria reemplazaba a la fría y dura. Siempre dejaba que el agua le empapase el pelo y le bajara como una cascada por la cara, hasta precipitarse al suelo de la ducha y chapotear, entes de  unirse con el resto de agua y a su corriente, perdiéndose en el torbellino que se formaba antes de colarse por el sumidero y desaparecer.

Nunca tardaba más de siete minutos, le parecía demasiado derroche para una persona, y aunque la época de sequía de la ciudad ya había pasado hace un largo tiempo, no quería que la factura del agua tuviera cifras de más.

Cuando cerraba el grifo se quedaba quieto un momento, dejando que el agua goteara desde su nariz, su barbilla, sus manos, por todo su cuerpo, sacudía fuertemente la cabeza para quitarse un poco de agua de su largo pelo y salía de la ducha, exponiéndose a la fría corriente que entraba desde el salón y se perdía en la cocina, se acercaba al pequeño radiador, casi inaccesible por la mala posición de este, al lado del mueble del lavabo. Cogía la toalla pequeña y se secaba un poco el pelo. En albornoz, salía del baño y preparaba su café en la cocina, lo dejaba, volvía al baño, seguía secándose el pelo, esta vez con la ayuda de un secador, se vestía, iba a la cocina, guiado por el exquisito olor del café recién hecho, echaba un poco en su taza de color verde claro, un plato, el paquete de pastas que le había regalado su madre y se sentaba en su vieja butaca. Miraba la tele, apagada, mientras sorbía lentamente el abrasador café y tragaba, antes de abrir la boca y dejar salir el calor. Con la taza en la mano, se asomaba a la ventana. Desde ahí veía gran parte de la calle principal, y como todos los días, se dispuso a saludar al cartero que puntualmente pasaba por allí cada día a las siete y media. 

De una forma u otra acababa tomándose una o dos pastas, masticándolas lentamente, y tragando café para ablandarlas y acompañarlas hasta su estómago. Se abrochaba la camisa dejando el primer botón libre y se ponía el cinturón. Buscaba sus zapatos marrones, normalmente escondidos bajo su cama, los dejaba en el salón. Cerraba la ventana, y se quedaba inmóvil a escuchar el silencio. Se peinaba un poco frente al espejo,  preguntándose a sí mismo si debería cortarse el pelo o no. Se colocaba la corbata, la chaqueta negra. Los zapatos seguían esperando en el salón. Le daba tiempo a encenderse un cigarrillo y disfrutar de las caladas frente a la televisión, todavía apagada.

En el mueble de la entrada guardaba sus chicles de menta, de los que nunca le faltaban, y se tomaba dos. Masticándolos, se colocaba los zapatos y se los ataba con doble nudo. No le gustaba descubrir que los tenía desatados en medio de la calle y tener que pararse en cualquier lugar a atárselos. 
Pero lo último que hacía antes de irse era, a parte de coger el maletín con miles de documentos dentro, acercarse a su cama y observar a la persona que dormía, siempre inmóvil e imperturbable, sin variar de postura, que dormía a su lado cada noche. Le daba un beso en la frente y la acariciaba el pelo, la tapaba mejor cuando la sábana estaba hecha un lío, volvía a mirarla, totalmente encandilado de sus labios, y la volvía a besar, esta vez en la mejilla, antes de marcharse sonriente a trabajar.

Sabía que en apenas diez horas podría volver a estar con ella.

5 dic 2010

De cómo es tan cierto y a la vez tan falso.

Chris, mi gran amigo de la infancia.

Así titulaba la historia cada vez que la contaba. Matthews de apellido, su padre era escultor, y su madre dependienta de una tienda de perfumes, que siempre le hacía descuento a la mía, por eso de ser amigas.
Su madre se marchó cuando él tenía siete años y de tanto tiempo que pasó con su padre se le contagió la vena artística y a los dieciocho años se fue a vivir a Canadá. A menudo me enviaba fotos sobre las esculturas de hielo que realizaba o sobre sus excursiones a las montañas de hielo. Recibía cartas, postales, christmas en navidad, fotos, más fotos, textos, incluso una vez recibí una caja de bombones canadienses (que por cierto estaban amarguísimos, con lo poco que a mí me gusta eso).

Hasta que un día me invitó a ir a verle a Vancouver (aprovechando uno de mis viajes de negocios). Y acepté. Pero cuando llegué allí, a la calle, al piso donde se suponía que él residía, me encontré una carta al lado del felpudo con mi nombre (carta que aún guardo) y que así decía:

Querido Eliott,

Siento no haberte podido abrir la puerta de mi acogedora casa, pero un caso de extrema urgencia me ha obligado a abandonar la ciudad, y quién sabe si volveré algún día. Las llaves están guardadas en la tercera maceta de la derecha, por si quieres pasar unos días, si no es así, te agradecería mucho que te las llevaras, por si alguien las descubre algún día, para que no pueda entrar.
Lo siento mucho, de verdad, espero que podamos vernos en un futuro no muy lejano, en cualquier lugar, por muy escaso que sea el tiempo que tengamos.

Un abrazo afectuoso.
Chris.

Y ahora, tres años después de aquello, tres años sin recibir fotos, sin recibir postales, textos, tres navidades sin christmas suyos, aunque yo se los enviara, me vuelvo a acordar de él. 

En apenas unas horas llegamos a la frontera, una azafata me acompañó amablemente hasta el hostal donde me iba a hospedar (apartado totalmente de los demás pasajeros). Quería estar tranquilo, pasar el día libre descansando y reuniendo fuerzas y ganas de todo para el día en el que llegaría a Montreal, llamaría a mi sobrino, y pasaría con él un tiempo.

Y no, no avisé a la empresa que me iba a ausentar, pero sinceramente, no creo que mi jefe tenga lo que hay que tener para despedir a un minusválido.

De nada.

Érase una vez un niño llamado Granate. Se trataba del niño más desdichado e infeliz del mundo. Y lo era por una razón. Del dicho "siempre hay alguien que está peor que tú", el era el último. Lo que quería decir que era aquella persona que siempre estaba peor que las demás, y no había nadie que estuviera peor que él. Por eso mismo, su vida estaba llena de desventuras y tragedias, pues cada vez que a alguien le ocurría algo malo, esto repercutía sobre él. 
Imagínate entonces, que has sido infectado de una de las enfermedades más peligrosas que existen. Pues Granate siempre sufrirá más que tú.
Y para agravar su sufrimiento, y alargarlo para toda la eternidad, se le concedió la inmortalidad a cambio de que acogiera sobre su persona todas las desgracias posibles.
Por supuesto que nadie le preguntó si quería ser la persona que siempre está peor, simplemente le tocó. 
Y al poco tiempo de que se le hubiera concedido el dudoso honor de ser el más desgraciado, una árbol gigantesco cayó sobre una cabaña de un honrado guardabosques mientras este estaba fuera. El impacto produjo la muerte de uno de sus hijos y su mujer, quedándose con su pequeña hija de dos años, que sobrevivió gracias a que el tronco impactó contra el armario y no llegó a aplastar a la pobre niña.
Y claro está, una desgracia mayor habría de ocurrirle a nuestro Granate, que perdió a cuatro miembros de su familia a causa de un huracán que se los llevó volando, sin más. Cuando un enorme tsunami arrasó una diminuta y tranquila isla del pacífico, todos los miembros restantes de su familia se fueron, desaparecieron sin dejar rastro.
Solo, inmortal, Granate fue condenado a recorrer el mundo, a la espera de las mil desgracias que el destino le guardaba, pero una vez estuvo solo, ya casi ni le importaba. Y como una vez perdida su familia ya no podía ser objetivo del sufrimiento de haberla perdido, se le dotó con una esposa y un hijo, que acabaron por desaparecer cuando un avión se estrelló al aterrizar y murieron todos los pasajeros.
Con la carga de más vidas pesadas sobre el hombro, se le volvió a dotar con una esposa y tres hijos, todos desaparecieron cuando un huracán destrozó una ciudad en el Yucatán.
Y así, sin fin, Granate tuvo mil esposas, el triple de hijos, y los perdió a todos, hasta que se olvidó de su familia original, y cuando se dio cuenta de esto, quiso renunciar a su inmortalidad, pero no podía hacerlo, porque Granate es ese alguien que siempre está peor que tú.

2 dic 2010

De aquel músico ambulante.

Un pantalón desgarrado, unas zapatillas arañadas, una gorra deshilachada, una muñequera pintarrajeada, una camiseta rasgada, unos calcetines agujereados, una bufanda deshecha, unos guantes hechos trizas, unas gafas rayadas, unas orejeras destrozadas, una sudadera muy estropeada, un impermeable andrajoso, un cinturón deteriorado...

Y a pesar de todo eso, seguía siendo feliz. En la esquina donde siempre se sentaba.

No se trataba de un músico ambulante cualquiera, no. Sabía tocar la guitarra, además con una destreza asombrosa. Acompañaba sus lamentos con su plateada armónica, y los días de lluvia acababa cantando baladas de los sesenta-setenta. Su pelo rizado, carbón, le caía sobre la cara de una manera graciosa, y las veces que se ponía la gorra era objetivo de numerosas fotos. Siempre lo era, la verdad. Y no pedía nunca nada a cambio, sólo que le escucharan. La gente lo fotografiaban, prestándole atención, mientras tocaba y posaba. Era muy fotogénico.

Los días grises en que el viento frío se adentraba en la ciudad, sacaba su saxofón, siempre reluciente, y deleitaba a los transeúntes con jazz. De vez en cuando aparecía su amigo pelirrojo, menos desarrapado que él, con su contrabajo, y lo acompañaba marcando el ritmo.

Y a él sólo le bastaba con que hubiera alguien que lo escuchara, y lo había. Casi nadie se plantaba delante suya y se quedaba a oírlo una canción entera, pero en un balcón de un quinto piso del edificio de enfrente, ella siempre escuchaba todas sus canciones. 

1 dic 2010

De cómo caer en el error más tonto.

Comenzó a llover, sin más, sin un aviso, sin nada que nos hubiera indicado que el agua sería una más en el viaje. No resistieron mucho las ventanas antes de empañarse e impedirme ver por qué parte del trayecto íbamos. De vez en cuando usaba la manga para hacer un círculo entre el vaho y poder mirar el exterior sin tener que preocuparme por volver a hacerlo de cinco en cinco minutos, más o menos.
Más que menos que más. Richard y su padre dormían apaciblemente, y la verdad no me importaba en absoluto. Cuando uno trabaja en una empresa de ventas, se acostumbra a viajar solo, pero en todo momento te sientes respaldado por la empresa, por tus compañeros. Sin embargo, este no era un viaje por negocios, trabajo o deber, si no por puro placer. Pocas veces había viajado por placer. Quiero decir, a sitios que hubiera querido ir sin tener que viajar por trabajo. New York, Los Ángeles, San Francisco, Seattle, Florida, San Antonio, Dallas, Michigan, Indiana, New Orleans, Washington D.C., Vancouver...

Esos eran la mitad de los sitios a los que había viajado por trabajo en Estados Unidos. París, Roma, Barcelona, Londres y Oslo habían sido mis únicos destinos fuera de casa, y no me puedo quejar, no hay mucha gente que pueda presumir de haber visitado tantas ciudades en su propio país y otras tantas fuera. Pero el año pasado decidí parar. El cansancio empezaba a mellar mi moral y mis ganas de todo. Así que abiertamente, sin tapujos, me planté en la puerta de mi señor jefe y le pedí que me cambiara a ventas locales, aquí, en Wisconsin. Accedió encantado, alegando que había sido la única persona en pedir un cambio así, en vez de un aumento, un ascenso, o viajar a una ciudad.

Así que este era mi primer viaje en un año, y viajaba por placer. Claro está, no es comparable la comodidad de mis viajes en avión, a veces en primera clase, con un autobús chirriante e incómodo como este. Pero no me importaba, viajaba por placer, iba a visitar una ciudad que llevaba toda la vida queriendo ir, ya hora, en invierno, todo estaría nevado. No es loa misma nieve la que hay en Wisconsin, que no dura un suspiro y viene acompañada de muchísimo frío, que la nieve de Montreal, que es fresca, el clima el adecuado, y no hace falta que el termómetro baje quince grados para que la gente comience a sacar sus estufas y a encerrarse en casa.

Con lo fácil que es ponerse un abrigo bien calentito, un gorro, guantes, botas, y disfrutar de lo blanco, antes de que con las pisadas y al suciedad pase a ser marrón. Mis vecinos son todos unos sosos, que sólo saben seguir las pautas habituales, en verano, sacar la mesa y sillas, beber limonada en ropa corta, y en invierno, encerrarse. Hay que saber disfrutar lo bueno de cada tiempo. Hay que apreciarlo. Y creo que ahora que he sobrevivido a un accidente de tráfico brutal, aprecio más las cosas.

No pasó mucho tiempo hasta que tuvimos que hacer el primer alto, alguien había devuelto y había dejado todo perdido, de modo que nos bajamos en un área de servicio y aprovechamos para tomarnos algo calentito. Tenía quinientos dólares en la cartera, de modo que más de un capricho podría otorgarme sin preocupaciones. Mientras limpiaban y aireaban el autobús, fui a la barra del bar y pedí un café bien calentito, son leche y tres cucharadas de azúcar. Pude disfrutarlo durante media hora, que es lo que tardaron en dejar más o menos decente el autobús. Volvieron a subirme, y Richard y su padre seguían durmiendo. Me acomodé en mi asiento, saqué una manta de mi mochila, y me dispuse a quedarme dormido yo también, pero no pude. El café me había dado más energía de la que ya tenía, de modo que intenté hacer sueño leyendo un poco. Nada, ningún avance. Finalmente, tras dos horas pensando, leyendo, organizándome un poco las cosas que haría, volviendo a pensar, escuchando un poco de música, conseguí dormirme.
Y hasta que no volvimos a pararnos no me desperté.

Un pueblo muy feo se alzaba a través de los cristales empañados, todas las casas eran grises y uniformes, las calles formaban una cuadrícula, y al fondo, en una gran colina, se hallaban las ruinas, muy conservadas por cierto, de un antiguo castillo medieval.
Como no había una cantidad copiosa tiempo, no pude ir a visitar las ruinas, aunque me hubiera gustado mucho hacerlo, me gusta hacer turismo, y cuando viajaba, el trabajo me dejaba muy poco tiempo para poder relajarme, tomar un respiro y hacer turismo, ver las ciudades que visitaba.
Pasaríamos la noche en la carretera, de modo que habría que esforzarse por concentrar el sueño entre bamboleos, botes, chirridos y giros, acelerones, frenos, pitos, de todo. Opté por no tomarme ningún café para ir cansándome poco, en un día estaría en la frontera y podría dormir en la cama de un hostal que había pagado junto al viaje.

De cuando en cuando fallo.

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Se me olvidó despedir a Noviembre, vaya fallo.