Un pantalón desgarrado, unas zapatillas arañadas, una gorra deshilachada, una muñequera pintarrajeada, una camiseta rasgada, unos calcetines agujereados, una bufanda deshecha, unos guantes hechos trizas, unas gafas rayadas, unas orejeras destrozadas, una sudadera muy estropeada, un impermeable andrajoso, un cinturón deteriorado...
Y a pesar de todo eso, seguía siendo feliz. En la esquina donde siempre se sentaba.
No se trataba de un músico ambulante cualquiera, no. Sabía tocar la guitarra, además con una destreza asombrosa. Acompañaba sus lamentos con su plateada armónica, y los días de lluvia acababa cantando baladas de los sesenta-setenta. Su pelo rizado, carbón, le caía sobre la cara de una manera graciosa, y las veces que se ponía la gorra era objetivo de numerosas fotos. Siempre lo era, la verdad. Y no pedía nunca nada a cambio, sólo que le escucharan. La gente lo fotografiaban, prestándole atención, mientras tocaba y posaba. Era muy fotogénico.
Los días grises en que el viento frío se adentraba en la ciudad, sacaba su saxofón, siempre reluciente, y deleitaba a los transeúntes con jazz. De vez en cuando aparecía su amigo pelirrojo, menos desarrapado que él, con su contrabajo, y lo acompañaba marcando el ritmo.
Y a él sólo le bastaba con que hubiera alguien que lo escuchara, y lo había. Casi nadie se plantaba delante suya y se quedaba a oírlo una canción entera, pero en un balcón de un quinto piso del edificio de enfrente, ella siempre escuchaba todas sus canciones.