Cuando las tuberías comenzaban a rechinar ruidosamente, se apartaba de la trayectoria de la ducha todo lo que podía para evitar el contacto directo con el agua congelada. Casi nunca conseguía esquivar el gélido chorro, pero en seguida un agua más caliente, más relajada y más hospitalaria reemplazaba a la fría y dura. Siempre dejaba que el agua le empapase el pelo y le bajara como una cascada por la cara, hasta precipitarse al suelo de la ducha y chapotear, entes de unirse con el resto de agua y a su corriente, perdiéndose en el torbellino que se formaba antes de colarse por el sumidero y desaparecer.
Nunca tardaba más de siete minutos, le parecía demasiado derroche para una persona, y aunque la época de sequía de la ciudad ya había pasado hace un largo tiempo, no quería que la factura del agua tuviera cifras de más.
Cuando cerraba el grifo se quedaba quieto un momento, dejando que el agua goteara desde su nariz, su barbilla, sus manos, por todo su cuerpo, sacudía fuertemente la cabeza para quitarse un poco de agua de su largo pelo y salía de la ducha, exponiéndose a la fría corriente que entraba desde el salón y se perdía en la cocina, se acercaba al pequeño radiador, casi inaccesible por la mala posición de este, al lado del mueble del lavabo. Cogía la toalla pequeña y se secaba un poco el pelo. En albornoz, salía del baño y preparaba su café en la cocina, lo dejaba, volvía al baño, seguía secándose el pelo, esta vez con la ayuda de un secador, se vestía, iba a la cocina, guiado por el exquisito olor del café recién hecho, echaba un poco en su taza de color verde claro, un plato, el paquete de pastas que le había regalado su madre y se sentaba en su vieja butaca. Miraba la tele, apagada, mientras sorbía lentamente el abrasador café y tragaba, antes de abrir la boca y dejar salir el calor. Con la taza en la mano, se asomaba a la ventana. Desde ahí veía gran parte de la calle principal, y como todos los días, se dispuso a saludar al cartero que puntualmente pasaba por allí cada día a las siete y media.
De una forma u otra acababa tomándose una o dos pastas, masticándolas lentamente, y tragando café para ablandarlas y acompañarlas hasta su estómago. Se abrochaba la camisa dejando el primer botón libre y se ponía el cinturón. Buscaba sus zapatos marrones, normalmente escondidos bajo su cama, los dejaba en el salón. Cerraba la ventana, y se quedaba inmóvil a escuchar el silencio. Se peinaba un poco frente al espejo, preguntándose a sí mismo si debería cortarse el pelo o no. Se colocaba la corbata, la chaqueta negra. Los zapatos seguían esperando en el salón. Le daba tiempo a encenderse un cigarrillo y disfrutar de las caladas frente a la televisión, todavía apagada.
En el mueble de la entrada guardaba sus chicles de menta, de los que nunca le faltaban, y se tomaba dos. Masticándolos, se colocaba los zapatos y se los ataba con doble nudo. No le gustaba descubrir que los tenía desatados en medio de la calle y tener que pararse en cualquier lugar a atárselos.
Pero lo último que hacía antes de irse era, a parte de coger el maletín con miles de documentos dentro, acercarse a su cama y observar a la persona que dormía, siempre inmóvil e imperturbable, sin variar de postura, que dormía a su lado cada noche. Le daba un beso en la frente y la acariciaba el pelo, la tapaba mejor cuando la sábana estaba hecha un lío, volvía a mirarla, totalmente encandilado de sus labios, y la volvía a besar, esta vez en la mejilla, antes de marcharse sonriente a trabajar.
Sabía que en apenas diez horas podría volver a estar con ella.