Podría
empezar describiendo lo exageradamente frío que me he despertado esta mañana, o
explicando lo sucios que estaban los cristales de las ventanas debido a la
lluvia, o lo extrañamente resbaladiza que se ha mostrado mi madre en la
conversación que hemos mantenido durante el corto desayuno, o lo bien que me ha
sentado el café. También podría detallar cómo han adornado la calle en vísperas
de la fiesta, o lo aburrida que me ha resultado el programa de televisión que siempre
veo antes de salir por la puerta, o cómo cruza asustado el gato callejero que
rebusca alrededor del contenedor algo con lo que alimentar su escuálido cuerpo
y sus tres crías que esperan en el callejón de enfrente.
Pero
prefiero centrarme en el único acto no rutinario con el que me encontrado hoy
al salir de portal, resguardado como ya es costumbre en mi gabardina negra que
yo considero estilo Joy Division y
con la que según mi madre parezco la muerte en vísperas. En mi edificio hay dos
portales, primero una verja alta que ostenta el número diecisiete, y que abre
paso a unas escalerillas de cuatro peldaños que te llevan a lo que viene a ser
realmente el portal. Pues bien, los buzones están colocados entre la verja y
las escaleras, siendo para mí una tontería esta colocación; y teniendo en
cuenta que el cartero suele pasar a mediodía y que yo salgo de casa a las ocho
en punto más o menos, el hecho de que los buzones estuvieran llenos resultaba
raro y sorprendente.
Mi
primera elucubración fue que algún repartidor de propaganda se había colado
aprovechando la entrada o salida de algún vecino y había hecho su trabajo, pero
al darme cuenta de que todos los buzones estaban llenos, salvo dos o tres, y
todos ellos con el mismo trozo de carta sobresaliendo de la ranura, y que no se
trataba de papel de propaganda, mi gesto se tornó extrañado.
Me
acerqué a la parte de la derecha, que era donde se encontraba la caja que
ostentaba una placa con el nombre de mi madre y el mío debajo de un 5ºD. En mi
edificio sólo hay dos viviendas por piso, D y I, indicando el lado al que están
de la escalera. También me parece una tontería esta designación, pudiendo haber
elegido las letras A y B, por ejemplo, o las abreviaturas dcha. o izda. para no complicarse. Bueno, el caso es que cogí la
carta que asomaba de mi buzón y observé el remitente, que resultaba ser una
empresa llamada GreenOffice, así,
todo junto. Abrí, destrozando la solapa, el sobre y saqué un folio en el que
según pude leer, el director de la empresa se dirigía a mí, propietario de una
de las viviendas de la Calle de las Aguas, número diecisiete, describiendo su interés
en adquirir el edificio para la construcción de un edificio de oficinas de GreenOffice, añadiendo que no
escatimaría a la hora de pagar un precio exagerado, a la vez que proponía
mantener una charla con la comunidad en siete días para explicar sus razones e
intentar llegar a un acuerdo.
Si
tuviera una lista de cosas que pensaba
que nunca me ocurrirían, sin duda, esto estaría en ella.
Antes
de volver a introducir el folio en el sobre, y este en el buzón, saqué un
bolígrafo y escribí en él –He sido yo, tranquila. Para que mi madre no pensara
que cualquiera había husmeado en nuestro correo. Y sin saber muy por qué, crucé
la puerta de la verja pensando en la idea de vender el piso e irnos a vivir a
otro lado. En cuestión de segundos me imaginé en otro barrio, en el pleno
centro de Madrid, o en cualquier urbanización de alto rango adquisitivo de la
periferia. Me imaginé saliendo al balcón y encontrarme de golpe con las cuatro
torres de la castellana, o alojado en el entramado de calles que circundan
cuatro caminos, o incluso en un pueblo perdido de la comunidad, en Valencia,
Barcelona, en otro país, en una isla.
Sumergido
así entre pensamientos, tanto ilógicos como estúpidos como tentadores, acabé
llegando a la Plaza de la Cebada, que era donde quedaba todas las mañanas con
Bert para dirigirnos a la parada del metro de La Latina y embarcarnos en el
rutinario viaje bajo tierra hasta Ciudad Universitaria.
A
esas horas el tráfico tanto de vehículos como de personas parecía estar en su
apogeo, por no mencionar la cantidad de personas que podía haber en cada vagón
de cada tren del metro, siendo muchas veces horrible sumergirse entre una
maraña de cuerpos, piernas y brazos que buscan agarrarse a algo para no
trastabillarse en cada acelerón y cada frenazo.
Como
Bert siempre llegaba antes que yo, totalmente lógico, por otra parte, ya que
vivía a escasos metros del lugar de encuentro, al lado del teatro, no me
costaba identificar su figura entre la multitud de personas que se iban
cruzando a mi paso con prisa o sin ella, buscando con la mirada un autobús que
llegara a lo lejos, o a alguien que le estuviera o a quien estuviera esperando.
Cómo
no, me lo encontré fumándose su primer cigarrillo del día, y ajustándose su
gorro negro de Adidas.
Un
gesto con la cabeza como saludo, el cigarrillo cae al suelo y es pisado, y de
nuevo bajamos las escaleras de la boca de metro que tantas veces hemos bajado
años y años.