Siempre he pensado que existen varios indicios que marcan el paso de ser una persona pequeña, un niño, a una persona mayor. En este caso con persona mayor no me refiero a adulto, no, para mí el paso a esa etapa de la vida está ligada a la experiencia, y no a la maduración como siempre nos lo han pintado. Con persona mayor me quiero acercar al concepto de adolescente, pero en su etapa final, cuando las hormonas siguen revolucionadas, como vienen estando unos años atrás y continuarán estándolo unos años después; es decir, cuando uno cree que ya puede tomar sus propias decisiones considerándose mayor para ello, pero sin denominarse persona adulta.
A mí personalmente el término persona adulta me repugna, me suena a pauta, a una estación de un camino por la que hay que pasar obligatoriamente para poder continuar en la vida. Cada vez que pienso en la palabra adulto me viene a la mente una calva incipiente y una desgana que se va incrementando diariamente, como si hubiera que resignarse a cumplir con lo establecido y nada más.
Yo me considero persona mayor, no por mi edad (17 años), sino porque considero que tanto mental como físicamente estoy preparado para serlo. Hay personas que notan ese cambio de pequeño a grande de golpe, como si fuera una palanca que se accionara, y un día que te miras al espejo notas como que se ha desprendido un trozo de ti; pero también hay personas que se dan cuenta de forma gradual, progresivamente. En mi caso fue progresivamente, y tengo contados los indicios que significaron el cambio. También considero que para cada persona estos indicios son diferentes, pero en mi caso puedo considerar los siguientes.
El primero, supongo que es común a todos, fue cuando empecé a darme cuenta de que no necesitaba presencia paterna para realizar las acciones en las que antes sí lo hacía, o incluso dicha presencia la consideraba indispensable. Como por ejemplo, ir a comprar ropa, o preguntar en algún mostrador de información, o ir a cualquier lugar.
Otro de los indicios fue que empecé a considerar como erróneas, o falsas, muchas de las afirmaciones que decían mis padres, cuando antes para mí cualquier cosa que expulsaran sus cuerdas vocales eran verdades absolutas e irrevocables, de modo que había que seguirlas al pie de la letra.
Esos son los dos indicios más relevantes con los que me encontré, luego también me sorprendieron otros más insignificantes que resultaron marcar claramente el cambio.
Por ejemplo, cuando dejé de usar dentífrico con dibujos en el envoltorio y sabor a fresa, y comencé a utilizar el que usaban mis padres, el que picaba y era para los mayores. O cuando dejé de odiar los pantalones vaqueros y me prohibí el uso de chándales para vestir casualmente, y restringir su uso únicamente a efectos deportivos. O cuando pasé de darme baños a ducharme, e incluso hacerlo por las mañanas y no por la tarde-noche como estaba acostumbrado. O cuando comencé a considerar innecesario comentar a mis padres que me había comprado x cosa, o que había hecho x cosa, o que no había hecho x cosa.
Seguramente en mi caso existan muchos más indicios, pero ahora mismo no recuerdo más, y creo que he expuesto los más reseñables, más o menos.
Y sé que para cada persona estos indicios son personales e intransferibles (aunque existan coincidencias, que acaban siendo la excepción que confirma la regla), porque un día, hablando de esto mismo con mi mejor amigo, Bert, me contó que en su caso uno de los indicios había sido el hecho de que quedarse solo en casa pasara de ser aterrador a algo sin la menor importancia, prefiriéndolo ahora.
Siempre soñé con este cambio, el de ser pequeño a ser mayor, pero también creo que la memoria es un órgano impostor, y que algún día echaré de menos ser un niño.
No soy un fiel seguidor de frases como carpe diem y esas chorradas que todos los jóvenes de hoy en día sueltan para hacer ver que les da igual lo establecido, que no tienen complejos, y que son dueños de sí mismo para agarrarse una buena y no volver a pisar su casa en los siguientes tres días. Ahora lo que se lleva es ser original, ser alternativo, y parece que con eso nos conformamos, con que nos vean diferentes en el buen sentido, con ser la definición de una de las palabras a las que más odio guardo como es guay. Yo quiero creer que la idiotez se pasa, como si fuéramos un barco que atraca en diferentes puertos, y esta fuera uno de ellos, siendo el siguiente lo determinado como madurez, otra de las palabras a la que más odio profeso, no por su significado, sino por su historia, por las veces que ha aparecido en frases de sermones y broncas, y por su concepto en la sociedad actual, pareciendo que toda persona que se forma tiene que pasar por ese estado para ser alguien en la vida.
Yo me imagino mi vida, la actual, como si lo establecido no existiera, como si las palabras tuvieran un significado distinto para cada uno, sin caer en la exageración del extremo, y al fin y al cabo llevando una vida normal, sin creerme un alguien más importante que otro alguien, porque creo que es ahí donde reside el error. Yo soy yo y mi circunstancia. Soy yo y mis apellidos, y mis apellidos tienen una interpretación para mi padre, y para mí otra, y así es como quiero que se maneje mi existencia entre el mar de todas las existencias.
Como si caminara y no tuviera por qué parar en tal sitio a realizar tal cosa. Como si yo decidiera si tal cosa tengo que realizarla en tal sitio, sin que nadie me susurrara en la oreja si está bien o mal. Lo que viene a ser bien y mal también me asquea, porque siempre se han esforzado en enseñárnoslo como si sólo existieran esas dos maneras de vivir; como si solo se pudiera llevar una vida buena, dentro del bien, o una mala, dentro del mal. Y hasta en las películas nos lo han inculcado, porque siempre hay dos bandos, el de los buenos, y el de los malos.
Superhéroes y villanos, siempre me han parecido figuras tan pedantes.
Así es como, más o menos, se rige mi filosofía, si es que la tengo. Así es como intento hacer las cosas, aunque no siempre me lleguen a salir como planeo, es más, casi nunca salen como imagino, de modo que todo se queda en potencia y nunca pasa a ser acto.
Me llamo Mark, por cierto, y no me suelen llamar de ninguna manera, solo Mark. No se si eso resultará triste o aburrido, pero casi prefiero que me llamen solamente por mi nombre, al fin y al cabo, es el único que tengo, y no creo que nunca vaya a poseer otro. Así que me conformo con Mark.
