Como
tantas otras mañanas, acudió a su habitación para que al abrir la puerta se
colara algo de luz de una bombilla del salón o del cuarto de baño, y decirle al
bulto que había bajo las sábanas, y que era su hijo, que al ser las siete y
media debía levantarse. Como otras tantas mañanas.
Así lo hizo.
-Hijo,
son las siete y media.
Como
tantas otras mañanas, aguardó apoyado en el cerco de la puerta a que el bulto
se moviera, o respirara, o tosiera, o algo que le indicara que en efecto la
llamada había vuelto a tener éxito. Pero esta vez el bulto permaneció inmóvil,
obligándole a repetir la frase pero alzando un poco el tono de la voz. Nada.
Se
acercó lentamente hacia la cama mientras llamaba entre susurros y gritos a su
hijo, hasta que le dio un empujoncito con la mano en lo que vendría a ser su
hombro, y al comprobar que era algo más blando del hueso, apartó rápidamente la
manta, encontrándose con una fila de cojines dispuestos de tal forma que
pudieran parecer (más o menos) la figura de una persona enterrada en sus
sábanas.
Al
verse así de sorprendido, se quedó inmóvil unos segundos, intentando comprender
lo que estaba pasando. Se había levantado como cada mañana a la misma hora, se
había servido una taza de café de la cafetera que había dejado preparada la
noche anterior, se había duchado intentando hacer el menos ruido posible, y
tras vestirse, había acudido a la habitación de su hijo para despertarle. Pero
su hijo no estaba allí, reemplazado por cojines.
Volvió
a su dormitorio y se sentó en la cama, aún sorprendido por el extraño vuelco
que había dado la situación. Su mujer continuaba durmiendo en el otro lado de
la cama, ya que hasta las ocho a ella no le tocaba despertar. Al notar la
fuerza del colchón aplastado en el otro lado, y dado que llevaba unos minutos
en los que no estaba dormida del todo, decidió preguntar:
-¿Qué
pasa? – no le salió prácticamente la voz.
-Nada,
que tu hijo no está.
-¿Cómo?
– se sorprendió.
-Que
no está.
Mientras
tanto, en la calle, no muy lejos de su portal, él se estaba encendiendo un
cigarrillo, confundiendo el humo de cada calada con el vaho que salía alrededor
de su boca al respirar. Una bufanda le cubría aparatosamente el cuello
impidiendo que la cremallera del abrigo pudiera estar subida del todo, y un
gorro calado hasta las cejas le resguardaban del frío.
El
sol había asomado a lo lejos hacía ya decenas de minutos, y la sombra que se
proyectaba sobre el camino de color marrón del parque era alargada. Apagó el
cigarrillo contra la barandilla del puente y lo dejó caer al río, dibujando en
el aire, debido al viento, una curva, hasta llegar al contacto de la superficie
y empaparse del agua de la mañana.
También
hacía rato que la gente comenzaba a abandonar el calor de sus hogares para ir a
trabajar o a estudiar, de los portales de aquella calle que daba al parque no
paraban de salir jóvenes con mochila y guantes, o personas de mediada edad con
maletines y carpetas, o madres con niños de la mano.
Era
lunes y el mundo empezaba a limarse las asperezas que había dejado el fin de
semana, como un gato se lava las patas. Se subió el borde de la bufanda hasta
la nariz, como lo había tenido antes de encender el cigarrillo. Entrecerró los
ojos, ejerciendo lo que en su mente era una pose de persona famosa, con la
música en los auriculares sonando a todo volumen.
Sabía
que su padre ya se habría dado cuenta de la artimaña, y que en vez de
desesperarse aún, tardaría unos minutos más en emprender la mañana en llamadas
a su móvil, que había desconectado previamente, y al ser esta la única fuente
de información horaria que poseía, tendría que fijarse bien en ver cuándo salía
el vecino del séptimo de su portal. Siempre lo hacía a las ocho en punto.
Y puntual como un reloj, salió envuelto en una gabardina negra parecida a la que vestían
en tantas escenas de El Padrino.
