12 nov 2011

Una conciencia megalómana nunca viene mal.


Como tantas otras mañanas, acudió a su habitación para que al abrir la puerta se colara algo de luz de una bombilla del salón o del cuarto de baño, y decirle al bulto que había bajo las sábanas, y que era su hijo, que al ser las siete y media debía levantarse. Como otras tantas mañanas.
Así lo hizo.
-Hijo, son las siete y media.
Como tantas otras mañanas, aguardó apoyado en el cerco de la puerta a que el bulto se moviera, o respirara, o tosiera, o algo que le indicara que en efecto la llamada había vuelto a tener éxito. Pero esta vez el bulto permaneció inmóvil, obligándole a repetir la frase pero alzando un poco el tono de la voz. Nada.
Se acercó lentamente hacia la cama mientras llamaba entre susurros y gritos a su hijo, hasta que le dio un empujoncito con la mano en lo que vendría a ser su hombro, y al comprobar que era algo más blando del hueso, apartó rápidamente la manta, encontrándose con una fila de cojines dispuestos de tal forma que pudieran parecer (más o menos) la figura de una persona enterrada en sus sábanas.
Al verse así de sorprendido, se quedó inmóvil unos segundos, intentando comprender lo que estaba pasando. Se había levantado como cada mañana a la misma hora, se había servido una taza de café de la cafetera que había dejado preparada la noche anterior, se había duchado intentando hacer el menos ruido posible, y tras vestirse, había acudido a la habitación de su hijo para despertarle. Pero su hijo no estaba allí, reemplazado por cojines.
Volvió a su dormitorio y se sentó en la cama, aún sorprendido por el extraño vuelco que había dado la situación. Su mujer continuaba durmiendo en el otro lado de la cama, ya que hasta las ocho a ella no le tocaba despertar. Al notar la fuerza del colchón aplastado en el otro lado, y dado que llevaba unos minutos en los que no estaba dormida del todo, decidió preguntar:
-¿Qué pasa? – no le salió prácticamente la voz.
-Nada, que tu hijo no está.
-¿Cómo? – se sorprendió.
-Que no está.

Mientras tanto, en la calle, no muy lejos de su portal, él se estaba encendiendo un cigarrillo, confundiendo el humo de cada calada con el vaho que salía alrededor de su boca al respirar. Una bufanda le cubría aparatosamente el cuello impidiendo que la cremallera del abrigo pudiera estar subida del todo, y un gorro calado hasta las cejas le resguardaban del frío.
El sol había asomado a lo lejos hacía ya decenas de minutos, y la sombra que se proyectaba sobre el camino de color marrón del parque era alargada. Apagó el cigarrillo contra la barandilla del puente y lo dejó caer al río, dibujando en el aire, debido al viento, una curva, hasta llegar al contacto de la superficie y empaparse del agua de la mañana.
También hacía rato que la gente comenzaba a abandonar el calor de sus hogares para ir a trabajar o a estudiar, de los portales de aquella calle que daba al parque no paraban de salir jóvenes con mochila y guantes, o personas de mediada edad con maletines y carpetas, o madres con niños de la mano.
Era lunes y el mundo empezaba a limarse las asperezas que había dejado el fin de semana, como un gato se lava las patas. Se subió el borde de la bufanda hasta la nariz, como lo había tenido antes de encender el cigarrillo. Entrecerró los ojos, ejerciendo lo que en su mente era una pose de persona famosa, con la música en los auriculares sonando a todo volumen.
Sabía que su padre ya se habría dado cuenta de la artimaña, y que en vez de desesperarse aún, tardaría unos minutos más en emprender la mañana en llamadas a su móvil, que había desconectado previamente, y al ser esta la única fuente de información horaria que poseía, tendría que fijarse bien en ver cuándo salía el vecino del séptimo de su portal. Siempre lo hacía a las ocho en punto.

Y puntual como un reloj, salió envuelto en una gabardina negra parecida a la que vestían en tantas escenas de El Padrino.