21 nov 2011

II - Carta a un vecindario catastrófico..



Podría empezar describiendo lo exageradamente frío que me he despertado esta mañana, o explicando lo sucios que estaban los cristales de las ventanas debido a la lluvia, o lo extrañamente resbaladiza que se ha mostrado mi madre en la conversación que hemos mantenido durante el corto desayuno, o lo bien que me ha sentado el café. También podría detallar cómo han adornado la calle en vísperas de la fiesta, o lo aburrida que me ha resultado el programa de televisión que siempre veo antes de salir por la puerta, o cómo cruza asustado el gato callejero que rebusca alrededor del contenedor algo con lo que alimentar su escuálido cuerpo y sus tres crías que esperan en el callejón de enfrente.

Pero prefiero centrarme en el único acto no rutinario con el que me encontrado hoy al salir de portal, resguardado como ya es costumbre en mi gabardina negra que yo considero estilo Joy Division y con la que según mi madre parezco la muerte en vísperas. En mi edificio hay dos portales, primero una verja alta que ostenta el número diecisiete, y que abre paso a unas escalerillas de cuatro peldaños que te llevan a lo que viene a ser realmente el portal. Pues bien, los buzones están colocados entre la verja y las escaleras, siendo para mí una tontería esta colocación; y teniendo en cuenta que el cartero suele pasar a mediodía y que yo salgo de casa a las ocho en punto más o menos, el hecho de que los buzones estuvieran llenos resultaba raro y sorprendente.

Mi primera elucubración fue que algún repartidor de propaganda se había colado aprovechando la entrada o salida de algún vecino y había hecho su trabajo, pero al darme cuenta de que todos los buzones estaban llenos, salvo dos o tres, y todos ellos con el mismo trozo de carta sobresaliendo de la ranura, y que no se trataba de papel de propaganda, mi gesto se tornó extrañado.

Me acerqué a la parte de la derecha, que era donde se encontraba la caja que ostentaba una placa con el nombre de mi madre y el mío debajo de un 5ºD. En mi edificio sólo hay dos viviendas por piso, D y I, indicando el lado al que están de la escalera. También me parece una tontería esta designación, pudiendo haber elegido las letras A y B, por ejemplo, o las abreviaturas dcha. o izda. para no complicarse. Bueno, el caso es que cogí la carta que asomaba de mi buzón y observé el remitente, que resultaba ser una empresa llamada GreenOffice, así, todo junto. Abrí, destrozando la solapa, el sobre y saqué un folio en el que según pude leer, el director de la empresa se dirigía a mí, propietario de una de las viviendas de la Calle de las Aguas, número diecisiete, describiendo su interés en adquirir el edificio para la construcción de un edificio de oficinas de GreenOffice, añadiendo que no escatimaría a la hora de pagar un precio exagerado, a la vez que proponía mantener una charla con la comunidad en siete días para explicar sus razones e intentar llegar a un acuerdo.

Si tuviera una lista de cosas que pensaba que nunca me ocurrirían, sin duda, esto estaría en ella.

Antes de volver a introducir el folio en el sobre, y este en el buzón, saqué un bolígrafo y escribí en él –He sido yo, tranquila. Para que mi madre no pensara que cualquiera había husmeado en nuestro correo. Y sin saber muy por qué, crucé la puerta de la verja pensando en la idea de vender el piso e irnos a vivir a otro lado. En cuestión de segundos me imaginé en otro barrio, en el pleno centro de Madrid, o en cualquier urbanización de alto rango adquisitivo de la periferia. Me imaginé saliendo al balcón y encontrarme de golpe con las cuatro torres de la castellana, o alojado en el entramado de calles que circundan cuatro caminos, o incluso en un pueblo perdido de la comunidad, en Valencia, Barcelona, en otro país, en una isla.

Sumergido así entre pensamientos, tanto ilógicos como estúpidos como tentadores, acabé llegando a la Plaza de la Cebada, que era donde quedaba todas las mañanas con Bert para dirigirnos a la parada del metro de La Latina y embarcarnos en el rutinario viaje bajo tierra hasta Ciudad Universitaria.

A esas horas el tráfico tanto de vehículos como de personas parecía estar en su apogeo, por no mencionar la cantidad de personas que podía haber en cada vagón de cada tren del metro, siendo muchas veces horrible sumergirse entre una maraña de cuerpos, piernas y brazos que buscan agarrarse a algo para no trastabillarse en cada acelerón y cada frenazo.

Como Bert siempre llegaba antes que yo, totalmente lógico, por otra parte, ya que vivía a escasos metros del lugar de encuentro, al lado del teatro, no me costaba identificar su figura entre la multitud de personas que se iban cruzando a mi paso con prisa o sin ella, buscando con la mirada un autobús que llegara a lo lejos, o a alguien que le estuviera o a quien estuviera esperando.

Cómo no, me lo encontré fumándose su primer cigarrillo del día, y ajustándose su gorro negro de Adidas.

Un gesto con la cabeza como saludo, el cigarrillo cae al suelo y es pisado, y de nuevo bajamos las escaleras de la boca de metro que tantas veces hemos bajado años y años.