No me gusta que me ayuden, pero cuando uno requiere ayuda, la requiere. Y el hecho de estar en silla de ruedas significa que voy a requerirla bastantes veces.
Primer día en la oficina. Cojo aire, entro, y cómo no, acaparo todas las miradas. Unos pocos susurran, otros se quedan mirándome, pero sólo John Brockman, un hombre al que sólo conozco de haber hablado en la oficina tres veces con él, se acerca y me da una palmada en el hombro, me dice que me habían echado mucho de menos, y me coloca una corona de papel en la cabeza, que me hace sonreír. Me acompaña hasta mi puesto, y allí veo a mis mejores compañeros, que, aunque me vieron en silla de ruedas, no perdieron la sonrisa para saludarme de nuevo, abrazarme, y decirme que sin mí el trabajo era más aburrido.
-Es el trabajo joder, no tiene por qué ser divertido.
Mis palabras fueron las únicas que consiguieron nublar por un momento las sonrisas de los demás, así que, después de unos segundos, me dejaron sólo, frente a mi ordenador. Lo encendí, y un fondo de pantalla que decía "¡Qué bien tenerte de vuelta!" me hizo sonreír. Lo quité y volví a poner a la colina típica de Windows. Es el trabajo, hay que tener un mínimo de seriedad al fin y al cabo.
Me quito la corona y mi jefe en persona me viene a saludar y a darme la enhorabuena por mi vuelta, pero sus expresiones no podían ocultar lo nervioso y tenso que estaba por el hecho de tener un trabajador en silla de ruedas en la oficina. Seguramente no se había planteado que mi accidente fuera tan... ¿fuerte? No, bestial.
Bueno, el hecho es que la cálida bienvenida de mis compañeros, nada que ver con la de mi jefe, absolutamente por compromiso, hizo que comenzara con más ganas el trabajo.
Antes de tener el accidente, estaba a punto de vender una gran cantidad de bollos especiales para mojar en leche, que no se rompían, y al ver que había conseguido venderlos, adquiriendo en total un beneficio de más de tres mil dólares, me llené de satisfacción personal. No es que fuera gran cosa, pero yo solía ser de los que menos vendían de la oficina. Natasha, la rubia con pecas (o así la llamábamos los demás) se dedicaba a vender chalets, y claro está, su beneficio era mucho mayor al de los demás. Charles vendía flores de todo tipo y árboles, arbustos, y demás, y era uno de los trabajadores más eficientes de toda la empresa, además de una buena persona. Kendra vendía muebles, sofás, de todo, y también conseguía vender bastante.
El tipo de productos que vendías estaba relacionado con tu capacidad como vendedor, y como yo precisamente no andaba muy sobrado de esa capacidad, me tocaba vender un productor menor, como los bollos. Claro está, vender bollos (y probarlos antes de hacerlo) estaba mucho mejor que vender rotuladores como hacía Robert, el novato, o así le llamaban. Yo el llamaba señor Morrison, intentándole inculcar algo de dignidad y respeto a su joven persona. Era un buen chico, siempre me invitaba a café los viernes, y me regalaba rotuladores para mi sobrino, al que le encantaba pintar, y los solía gastar cada semana prácticamente.
En ese momento me dieron ganas de llamar a mi sobrino, pero tenía tarea atrasada, así que lo haría en otro momento.
Tenía diecisiete años y se llamaba Brandon. Me visitaba cada tres semanas y le encantaba dibujar en mi jardín mientras bebía limonada. Cada vez que venái se quedaba a dormir y a la mañana siguiente desaparecía, sin hacer ruido ni nada fuera de su sitio, se marchaba. A mediodía me llamaba y me decía hasta dónde había llegado. Una vez me llamó desde San Francisco, pero cómo había ido en tren, se lo conté como si hubiera hecho trampa. Siempre me decía que cuando tuviera veinte años y algo de dinero, se recorrería el país en moto, y me mandaría dibujos sobre los diferentes lugares que visitara.
Adolescentes, siempre soñando, ajenos a la realidad.