8 nov 2010

De cómo las aceras se tiñen de otoño.

Y hoy, por fin, hoy, las hojas se dignaron a caer, se dignaron a ensuciarse bajo las pisadas de la gente desconocida. Se dignaron a posar en fotos improvisadas de los más avispados. Se dignaron a dejarse llevar por el viento, a volar unos metros para después caer.

Y aunque el frío y su sentido común le decían que se acurrucara en el sofá, con una taza de leche caliente entre las manos, a ver una película, él lo que quería era salir a toda costa, fuese cual fuese el sitio, le daba igual.
Quería salir a la calle, aspirar el aire húmedo, coger el autobús y perderse por el centro, por el silencio que reina cuando el frío se hace presente.
Y le daba igual que el aire le estropease el peinado, que le abriese el flequillo, que le golpeara en la cara. Cogió sus guantes nuevos y su gorro negro, su mp3, sus cascos, una mochila sin nada dentro y salió cantando de casa. 
Le dio lo mismo que el autobús acabara de irse y que la noche estuviera cayendo, que hoy por nada del mundo se le iba a quitar esa estúpida sonrisa de la cara que sólo él entendía por qué la llevaba.

Lo primero que hizo fue acercarse a la biblioteca, a ver si ese libro que tanto deseaba ver en las estanterías se encontraba allí, esperándole. De nuevo no encontró nada, pero para consolarse, Kafka y Kipling le acompañarían por su viaje al centro. Le apasionaban los escritores cuyos apellidos empezaban por K. Y le daba igual que la gente pensara que era un a tontería, que a los escritores se les juzga por lo que escriben, no por la grandeza de su apellido.
De camino a su destino se acercó a un chino y compró esa tableta de chocolate que tanto el gustaba, cogiendo el tercer paquete, siempre el tercero, ni el primero de todos ni el segundo. Una obsesión que nunca había contado a nadie.
Antes de detenerse a leer a Kipling, miró al cielo, le gustaba ver cómo caía la lluvia sobre su cara, aunque le diera en el ojo y tuviera que cerrarlo.
Y aunque estuviera solo, no le importaba.
El viento, la lluvia, la humedad, las hojas, su gorro, su música. Sólo le faltaba un acompañante humano, y eso que lo había buscado por todas partes, pero nadie podía o quería seguirlo en su viaje otoñal.

Nadie se fijaba en él, allí sentado, en los fríos escalones.
No le hacía falta, se sentía bien, muy bien.
Definitivamente, el otoño estaba hecho para él, y quería compartirlo con todos.

Por eso, cuando comenzó a llover y la gente corría a resguardarse, él, con su música y su mochila al hombro, se puso la capucha y se puso a andar, sin necesitar marquesinas ni techos que parasen la lluvia para no mojarse.
Sólo andar, ya era hora de volver a casa, y el autobús parecía haber estado esperándole, aún así, a mitad de camino se bajó, divisó a un amigo, que casualmente iba hacia el mismo lugar que él. Le saludó, se pusieron a hablar, y volvieron andando a casa.
Para él fue una aventura, para muchos un día malísimo.
Y le gustaba pensar que su aventura podría repetirse, mientras el otoño volviera a visitar la capital.
Oh sí, en definitiva, el otoño estaba hecho para él, o él para el otoño.