Sin duda alguna, aquella melodía le inspiraba y mucho.
Cogió el boli, presuroso de realizar un resumen digno de la materia que tenía que repasar. Pero nada, todas las ideas, amontonadas en su cabeza, se negaban a salir, expandiéndose y contrayéndose constantemente como un acordeón. Con algo de decepción, se abalanzó sobre el libro de física, dispuesto a leer. Pero no podía, cada vez que avanzaba seis líneas, caía en la cuenta de que, ensimismado, perdido en sus pensamientos, no había conseguido retener idea alguna sobre el tema a estudiar.
No era capaz de meterse una sola idea en su cabeza, porque se hallaba completamente ocupada por pensamientos sobre ella. Hoy, que era viernes, no había podido verla, y sólo los viernes le permitían verla. La luz del flexo color morado, que tanto aborrecía por el hecho de haber vivido junto a él cinco años, deseando que se estropeara o se fundiera, y que la bombilla siguiera dando la misma luz turbia y sucia de siempre. Pero no tenía más remedio que encender el flexo, pues el cielo estaba gris, y la luz natural que entraba por la ventana era escasa y totalmente insuficiente para permitirle no dañarse la vista al estudiar. Pero no se iba a engañar, no estaba estudiando, perdido en pensamientos, ardiendo por dentro de la tremenda fuerza que tenía que realizar para no salir por la puerta y correr, correr a las escaleras donde cada viernes se daban cita.
Y por algún extraño vaivén del destino, el flexo comenzó a apagarse, lentamente, tras oírse un pequeño sonido. Y mientras el flexo agonizaba y amenazaba con apagarse del todo, no lo meditó lo más mínimo, agarró su chaqueta gris, tan gris como lo era aquel viernes, se puso tan aprisa como pudo sus adidas azules. Y salió pitando.
Eran ya las ocho, y mientras avanzaba metros y metros rápidamente, comenzó a asaltarle la idea de que quizá ella no estuviera allí, es más, no estaba seguro de que ella estuviera allí, por el simple hecho de que ese día no habían quedado y hacía frío.
Poco a poco se fue frenando, desmotivado, impotente. Y al cabo de unos instantes se encontraba andando lentamente por las calles. Ya veía el Palacio Real desde lejos, pero no tenía gana alguna de acercarse allí. Aún así, lo hizo. Y justo cuando se hallaba a punto de llegar, comenzó a llover, primero muy despacio. Era una lluvia que no molestaba lo más mínimo, además, a él le gustaba la lluvia, como a ella.
Y llegó al Palacio, a los escalones, donde no había nadie, y fue entonces cuando se dejó caer sobre estos, abatido. No sabía por qué, pero había tenido algo de confianza en que ella pudiera estar allí.
Su teléfono sonó, con esa canción que tanto le gustaba, In The Guetto, de Elvis. Era ella, su chica, la única voz que en ese momento quería oír. Contestó con un alegre "Hola", que le fue correspondido, con un beso en la mejilla.