Con el temple que distingue al cínico y al incoherente, cogió la taza que estaba en la mesa de madera, y que había dejado una marca de color blanco formando un círculo; y abandonando la calma en favor del histerismo, la lanzó contra el suelo, destrozando la pieza de porcelana, que estaba manchada con pintalabios. El café saltó como un muelle, con diversos trozos que se perdieron desperdigándose por todo el salón. En la radio sonaba Transmission de Joy Division, la versión en directo. Podía escuchar a Ian Curtis gritando el Dance, dance, dance, dance to the radio, al tiempo que su corazón percutía en su pecho, actuando de batería.
Desobedeciendo la ley de la gravedad, se lanzó al sofá con la intención de que su cuerpo flotara y pudiera perderse saliendo por la ventana del salón, abierta de par en par. Todo ello sin que variara en su cara una mueca de enfado y desesperación desencajadas en sus pómulos y sus cejas.
Al otro lado del lugar, con los puños apretados y la cabeza gacha, se encontraba la otra persona que había presenciado lo ocurrido, que había propiciado lo ocurrido, que llevaba provocando lo ocurrido desde hacía tiempo, ignorando las consecuencias, tomándolas como inexistentes ante sus actos; como si de una figura divina se tratara. Alguna que otra lágrima, quién sabe si de susto o de dolor, asomaba en sus ojos. Le pitaban los oídos, no era capaz de articular palabra, ni de escuchar con claridad cualquier palabra o sonido que asomara en aquel salón. Le pareció escuchar algo parecido a un Yo no me merezco esto y otra frase similar a un Si no quieres seguir, vete, pero vete de verdad.
No era capaz de recobrar el sentido, para él todo lo había perdido desde el momento en que llamó a la puerta de la chica, y tuvo que insistir a gritos que le dejara entrar, que quería verla, que necesitaba verla. Ni por un momento se le pasó por la cabeza que su enfado tuviera que ver con él, y no con otra circunstancia más. Se llevó las manos a la cabeza, despeinándose, y alzó la vista. Ella estaba encogida en el sofá, mirando hacia el respaldo, llorando. No supo qué hacer, no podía saberlo. No sabía cómo había llegado aquella situación.
No, sí que lo sabía. Sabía perfectamente lo que había ocurrido, pero no tenía la menor idea de cómo y por qué había viajado todo por aquellos raíles, y no por los contiguos, que eran los correctos. En esas ocasiones en las que todo abandonaba el estado de a pedir de boca deseaba que el parqué se rompiera a sus pies, y se precipitara en una caída continua hasta que llegara al otro lado del mundo, a Australia, a la Antártida, a dónde fuera. Era lo más cobarde que había visto el mundo. Y ni siquiera trataba de ocultarlo.
Sabía que si se acercaba y acariciaba su hombro, ella respondería grotescamente con frases en su contra, con insultos, con un déjame que le mataría, con una violencia impropia por todo lo que habían hecho juntos en el último año. Se mantuvo inmóvil, esperando a que ella diera el primer paso, para evitar que todo se rompiera más.
Pero ella también se mantuvo inmóvil, esperando que él diera ese primer paso, que intentara consolarla, que intentara que dejara de llorar. Si tanto la quería, era lo suyo, ¿no?. No le aliviaba que fuera un cobarde, y que por esa razón no hubiera sido capaz de contarle las cosas de frente, que no fuera capaz de no mantenerse inmóvil. Sabía lo que había ocurrido desde hacía tiempo, mucho tiempo, y siempre había perdonado. Había vivido aquellos meses esperando a que él se atreviera a confesar su infidelidad, tragando saliva cada vez que decía que tenían que hablar de algo. Y maldiciendo para sus adentros cada vez que no soltaba prenda sobre aquella noche en el parque, en la que él decidió que el alcohol era suficiente escudo como para besar y acostarse con otra, y al día siguiente hacerlo con ella.
Inmóviles los dos, esperando el siguiente acto, pasaron la tarde. Finalmente él se rindió al cansancio y se dejó caer de rodillas al suelo, sin levantar la mirada de él, pensando o lo que fuera que estuviera haciendo.
-Pe... pe... perdóname - dijo al fin, con la voz resquebrajada por haber mantenido silencio las últimas horas - perdóname - repitió, ya con más calma - he sido un estúpido, no he sabido ver las cosas.
Ella se giró y le miró a los ojos, dándose por satisfecha en lo que quería oír. Asintió y se levantó para abrazarle. Sintió los músculos de su espalda muy tensos, muy nerviosos. Siguieron abrazados y ella le susurró al oído:
-Sí, no has sabido verlo, sé que lo sientes - decía ella - te perdono, te perdono, de verdad, pero ya está, esto se ha acabado, se acabó en el momento en que aquella noche todo pasó. Simplemente se alargó porque quería que tú me lo contaras, que te arrepintieras - rompió el abrazo para continuar ante la sorpresa del chico - Se acabó, han sido trece meses que deberían haber sido nueve.
Sin mediar más palabra, ella encendió un cigarro y se sentó en el sofá, mirando a la ventana, que seguía abierta. Él cogió su sudadera, y sin siquiera esquivar los trozos de porcelana que había en el suelo, se fue de aquel salón. Se fue de su vida. Quién sabe si para siempre, o para volver a entrar más adelante.
Desobedeciendo la ley de la gravedad, se lanzó al sofá con la intención de que su cuerpo flotara y pudiera perderse saliendo por la ventana del salón, abierta de par en par. Todo ello sin que variara en su cara una mueca de enfado y desesperación desencajadas en sus pómulos y sus cejas.
Al otro lado del lugar, con los puños apretados y la cabeza gacha, se encontraba la otra persona que había presenciado lo ocurrido, que había propiciado lo ocurrido, que llevaba provocando lo ocurrido desde hacía tiempo, ignorando las consecuencias, tomándolas como inexistentes ante sus actos; como si de una figura divina se tratara. Alguna que otra lágrima, quién sabe si de susto o de dolor, asomaba en sus ojos. Le pitaban los oídos, no era capaz de articular palabra, ni de escuchar con claridad cualquier palabra o sonido que asomara en aquel salón. Le pareció escuchar algo parecido a un Yo no me merezco esto y otra frase similar a un Si no quieres seguir, vete, pero vete de verdad.
No era capaz de recobrar el sentido, para él todo lo había perdido desde el momento en que llamó a la puerta de la chica, y tuvo que insistir a gritos que le dejara entrar, que quería verla, que necesitaba verla. Ni por un momento se le pasó por la cabeza que su enfado tuviera que ver con él, y no con otra circunstancia más. Se llevó las manos a la cabeza, despeinándose, y alzó la vista. Ella estaba encogida en el sofá, mirando hacia el respaldo, llorando. No supo qué hacer, no podía saberlo. No sabía cómo había llegado aquella situación.
No, sí que lo sabía. Sabía perfectamente lo que había ocurrido, pero no tenía la menor idea de cómo y por qué había viajado todo por aquellos raíles, y no por los contiguos, que eran los correctos. En esas ocasiones en las que todo abandonaba el estado de a pedir de boca deseaba que el parqué se rompiera a sus pies, y se precipitara en una caída continua hasta que llegara al otro lado del mundo, a Australia, a la Antártida, a dónde fuera. Era lo más cobarde que había visto el mundo. Y ni siquiera trataba de ocultarlo.
Sabía que si se acercaba y acariciaba su hombro, ella respondería grotescamente con frases en su contra, con insultos, con un déjame que le mataría, con una violencia impropia por todo lo que habían hecho juntos en el último año. Se mantuvo inmóvil, esperando a que ella diera el primer paso, para evitar que todo se rompiera más.
Pero ella también se mantuvo inmóvil, esperando que él diera ese primer paso, que intentara consolarla, que intentara que dejara de llorar. Si tanto la quería, era lo suyo, ¿no?. No le aliviaba que fuera un cobarde, y que por esa razón no hubiera sido capaz de contarle las cosas de frente, que no fuera capaz de no mantenerse inmóvil. Sabía lo que había ocurrido desde hacía tiempo, mucho tiempo, y siempre había perdonado. Había vivido aquellos meses esperando a que él se atreviera a confesar su infidelidad, tragando saliva cada vez que decía que tenían que hablar de algo. Y maldiciendo para sus adentros cada vez que no soltaba prenda sobre aquella noche en el parque, en la que él decidió que el alcohol era suficiente escudo como para besar y acostarse con otra, y al día siguiente hacerlo con ella.
Inmóviles los dos, esperando el siguiente acto, pasaron la tarde. Finalmente él se rindió al cansancio y se dejó caer de rodillas al suelo, sin levantar la mirada de él, pensando o lo que fuera que estuviera haciendo.
-Pe... pe... perdóname - dijo al fin, con la voz resquebrajada por haber mantenido silencio las últimas horas - perdóname - repitió, ya con más calma - he sido un estúpido, no he sabido ver las cosas.
Ella se giró y le miró a los ojos, dándose por satisfecha en lo que quería oír. Asintió y se levantó para abrazarle. Sintió los músculos de su espalda muy tensos, muy nerviosos. Siguieron abrazados y ella le susurró al oído:
-Sí, no has sabido verlo, sé que lo sientes - decía ella - te perdono, te perdono, de verdad, pero ya está, esto se ha acabado, se acabó en el momento en que aquella noche todo pasó. Simplemente se alargó porque quería que tú me lo contaras, que te arrepintieras - rompió el abrazo para continuar ante la sorpresa del chico - Se acabó, han sido trece meses que deberían haber sido nueve.
Sin mediar más palabra, ella encendió un cigarro y se sentó en el sofá, mirando a la ventana, que seguía abierta. Él cogió su sudadera, y sin siquiera esquivar los trozos de porcelana que había en el suelo, se fue de aquel salón. Se fue de su vida. Quién sabe si para siempre, o para volver a entrar más adelante.