No sabía exactamente por qué había realizado aquel viaje. Entendía que era porque llevaba años queriendo viajar a aquella ciudad, queriendo perderse por sus inmensas calles y barrios, queriendo pasear por el puente de Manhattan, o coger uno de tantos taxis que pasaban cada minuto. Había visto al ciudad en fotos, películas, libros, y efectivamente, era imposible describir lo que uno sentía allí. Había que experimentarlo para poder opinar.
Trataba de recordar
la otra causa que le había hecho llegar a aquellas horas a aquel aeropuerto.
Pero no necesitaba recordarla, la tenía impresa en el cerebro desde hacía tiempo. Había ido para buscarla. No, para buscarla no. Para encontrarla. En cualquier café, en cualquier esquina, apartamento o banco de cualquier parque. No cejaría hasta dar con aquella melena rubia que le había hecho perder la cabeza, hasta poder observar de cerca y sentir de nuevo aquellos labios finos que no hacían más que aparecerse en sus sueños.
Pero no necesitaba recordarla, la tenía impresa en el cerebro desde hacía tiempo. Había ido para buscarla. No, para buscarla no. Para encontrarla. En cualquier café, en cualquier esquina, apartamento o banco de cualquier parque. No cejaría hasta dar con aquella melena rubia que le había hecho perder la cabeza, hasta poder observar de cerca y sentir de nuevo aquellos labios finos que no hacían más que aparecerse en sus sueños.
Aunque el sol se
pusiera cada día por mucho que no la encontrara, la luna le serviría de lupa para seguir las pistas.
Y le iba a ser necesario un sombrero, de modo que se aventuró a la primera tienda que encontró en el aeropuerto, de aquel duty free neoyorquino. No se lo quitaría hasta tenerla enfrente, entonces, con toda la elegancia y agilidad que los nervios y la sonrisa le otorgaran, se lo quitaría y se lo pondría a ella, diciendo:
Y le iba a ser necesario un sombrero, de modo que se aventuró a la primera tienda que encontró en el aeropuerto, de aquel duty free neoyorquino. No se lo quitaría hasta tenerla enfrente, entonces, con toda la elegancia y agilidad que los nervios y la sonrisa le otorgaran, se lo quitaría y se lo pondría a ella, diciendo:
-Te encontré.
Se imaginó cómo iba a besarla, con cuántas ganas y empeño, con la distancia y el tiempo desapareciendo al paso que sus labios se encontraran.
La alarma del móvil le despertó. Torpemente pulsó el botón para apagarla y se fijó en la hora. Las doce y media. Miró al techo, y se encontró de bruces con un cartel que había pegado hacía más de un mes. Así decía:
Se imaginó cómo iba a besarla, con cuántas ganas y empeño, con la distancia y el tiempo desapareciendo al paso que sus labios se encontraran.
La alarma del móvil le despertó. Torpemente pulsó el botón para apagarla y se fijó en la hora. Las doce y media. Miró al techo, y se encontró de bruces con un cartel que había pegado hacía más de un mes. Así decía:
"Sigues en
Madrid, inútil."