25 sept 2010

De cómo comer chocolate.

25 de enero de 1992.

No sé que es lo que más me intimida de haber tenido un accidente en moto, el hecho de haberme quedado sin movilidad en mi tren inferior, o el hecho de haber visto el fin de mi vida tan de cerca.
Normalmente la gente afirma que todo pasó muy rápido, para mi el momento fue eterno. Lo vi venir a cámara lenta, como ese Renault intentaba hacer un adelantamiento invadiendo el carril contrario, como intentaba frenar, como intenté apartarme, como se intentaron acciones en vano. Salí despedido hacia delante. Fue como volar. El vuelo fue eterno, pude ver mi sombra separarse de mi conforme ascendía, y lo último que vi fue como me acercaba a ella hasta reventarme contra el asfalto.
Pronto llegaron las ambulancias, aunque para mí todo fueron susurros y sirenas. Después me levanté en un lugar completamente blanco. Una camilla me sostenía mientras el dolor de haber despertado de la anestesia se apoderaba de mí. Lo sentía en todo el cuerpo, aunque había una parte en la que no notaba nada. 
Mis piernas.
Cuando llegaron los médicos a explicarme todo, si hubiera tenido una pistola, hubiera matado a cada uno de ellos por no haber podido evitar que me quedara en silla de ruedas, hubiera buscado aquel Renault y le hubiera partido las piernas al dueño con un bate de béisbol hasta que ya no sintiera dolor. Pero aquel dueño había muerto en el accidente, y no me lamentaba de ello para nada. Se lo había buscado, y había conseguido su muerte y que mi rabia se convirtiera en satisfacción, una satisfacción que no me iba a permitir volver a andar.