26 sept 2010

De cómo cantas para mí.

Los señores de las batas que se hacían llamar médicos, doctores y demás títulos que de poco les habían servido para tratar mi accidente, no paraban de merodear continuamente por el pasillo.
Mi alta no parecía llegar y de vez en cuando susurraban entre ellos como si lo peor estuviera por llegar. Un señor vestido de negro al que no reconocí hasta llegar a estar a dos metros de la camilla donde descansaba traía un armatoste de papeles y un nerviosismo histérico le acompañaba.
Era mi abogado.
Había venido para indicarme que la familia del conductor del Renault iba a emprender acciones legales contra mí, y eso no era bueno, pero tampoco malo, porque el que había maniobrado mal en aquel dichoso momento no fue otro que el difunto conductor. Vamos, que nada por lo que preocuparme, que además la escena estaba grabada en vídeo por un controlador de tráfico de esos que están instalados en los carteles que hay a lo largo de la carretera.
Mi descanso parecía interminable, pero de algún modo me sentía a gusto en mi blanca bata de aquella blanca habitación.
Y pensando en por qué los hospitales siempre eran de color blanco caí en un sueño intenso peor corto, sin llegar a pesadilla, pero sin ser agradable.