4 sept 2010

Emily.



Sola. Así se quedo en menos de un minuto. Pero ya le daba igual, se había acostumbrado a que su madrastra llegara tarde a recogerla. Siempre veía cómo los demás se marchaban con sus padres o madres, o por su propia cuenta,  y cómo cada vez se iba quedando más sola, esperando. En diez minutos llegó su madrastra en su coche tan limpio, brillante y feo. Sobre todo feo. Era un horrible Peugeot que se había puesto de moda este invierno.
A la madrastra le importaba más bien poco que su ahijada pasara frío mientras la tenía que esperar bajo un porche para no empaparse con la lluvia.
Emily salió del porche y rápidamente se acercó al coche e intentó abrirlo. Estaba cerrado. Con un gesto de aparente descuido la madrastra le dijo que esperara y le abrió la puerta unos segundos después.
Emily entró, sin importarle lo más mínimo lo que pudiera ensuciar las alfombrillas o mojar el asiento. La mirada de asco que le lanzó su madrastra provocó en Emily una satisfacción enorme, como de trabajo bien hecho.
El odio que se tenían entre se había ido forjando con el paso de los años, cuando una pequeña Emily le destrozó las flores que tanto le gustaban a su madrastra. Se podría decir que ahí empezaron a forjarse el asco y el odio.
Emily estaba acostumbrada ya a toparse con aquella desagradable mujer todos los días, pero parecía que su madrastra todavía no se había acostumbrado a la presencia de su odiable hijastra.
Emily aceptaba que era odiable en algunas ocasiones, porque era desordenada y vaga, pero que algo bueno debía de tener para caer bien a la gente.
Y el desorden y desgana que caracterizaban a Emily chocaban directamente contra la limpieza, orden y sacrificio de su pija madrastra. Porque sobre todo, era pija. Le gustaba vestirse con pieles y ropa de marca, conducir coches modernos y feos, limpiar la casa todos los días y tener un invernadero pequeño en un jardín pequeño, de una pequeña casita de Liverpool.
Emily odiaba aquel invernadero con todas sus ganas, estando a punto de prenderle fuego en una ocasión tras haber discutido con su madrastra que no podía entrar en su cuarto cuando a ella le diera la gana, y colocarlo.
-Me gusta el desorden – dijo Emily en una ocasión.
-Eso no es desorden, es el fin del mundo – le contestó su madrastra, con ese peculiar y pequeño sentido del humor que tanto odiaba Emily.
En realidad odiaba muchísimas cosas de su madrastra. Para empezar, su nombre: Rita. No había cosa que Emily considerara más espantosa que los nombres de gatos, cosa que también odiaba, por una mala experiencia que tuvo de pequeña.
También odiaba su afán por controlarlo todo y su limpieza extrema, además de su coche, sus pieles, su sentido del humor casi inexistente, sus decenas de productos para la piel, así como colonias y demás cremas caras.
Luego no había dinero para poder comprarse una preciosa Fender Telecaster azul mar con toques amarillentos del ochenta y tres, cuyo precio tampoco era una barbaridad para aquella antigualla.